Tuve miedo: estas fueron, según la Biblia, las primeras palabras del primer hombre luego de cometer el primer pecado. Algún tiempo más tarde, y lejos ya del paraíso, el relevante escritor cubano Virgilio Piñera, nacido un 4 de agosto de 1912, también tuvo miedo, más que por los pecados cometidos, por los que iba a cometer. Es como si durante el transcurso de milenios el temor hubiese dejado de ser mera consecuencia de la falta para convertirse, ante todo, en su prevención o en su anticipo.
Se trata de un desaguisado por cuya existencia no debemos culpar al demonio, quien nunca ostentó poder para tanto. Más bien es la obra de obispos lombardos, concilios de Verona y todos los demás inquisidores que en el mundo han sido, desde Calígula a Torquemada, desde Hitler a Stalin o a Fidel Castro.
Ellos, con sus hogueras y sus empalamientos, violentaron las esencias del miedo para convertirlo en fe. Así, hecho fe pervertida, el miedo continuaría atizando sus llamas hasta aquella memorable ocasión, año 1961, en La Habana, cuando Fidel Castro, Torquemada redivivo, dijo a los escritores y artistas: conmigo o contra mí. Y entonces Virgilio Piñera sintió miedo.
En realidad, fueron muchos los que sintieron miedo, pero únicamente él tuvo el valor y el desenfado que se necesitan para confesarlo a voz en cuello. Debe haberle ayudado la convicción de que su torcedor era precisamente la cobardía, algo que ya había admitido a través del protagonista de uno de sus cuentos, El enemigo, con el cual, por cierto, hizo de profeta, previendo, desde 1955, lo que empezaba a ocurrir aquel nefasto día habanero de 1961: Hay un miedo que es típico del ser humano –escribe Virgilio-. Se trata de ese miedo que por ser un sentimiento muy vital mira horrorizado la posibilidad de perder algo tan valioso como es la vida, y no sólo la vida sino también la fortuna, el empleo, el ser querido… Esto lo han sabido muy bien ciertos hombres y es por ello que han podido, en un momento dado, dominar a millones de otros hombres.
Sólo valdría agregar que en efecto, esos hombres logran dominar a muchos, pero no a todos. Y en cualquier caso, algunos son dominados sólo a medias. Virgilio perteneció a este grupo, ya que por encima de sus viejos pánicos, supo agenciárselas con una fórmula: Si yo me someto al amedrentador es porque estoy cogido en el engranaje, pero frente a él una sonrisa desdeñosa aflora a mis labios.
En ausencia de otra salida mejor, dadas las circunstancias, su fórmula habría resultado útil no sólo para intelectuales y artistas, sino para millones de cubanos con los más disímiles oficios. Sin embargo, parece que el miedo frustró la aplicación a extensa escala. Tampoco el horno estuvo para palitroques. Además, ni Virgilio ni nadie habría podido vislumbrar hasta qué punto el miedo empezó a alinearnos desde aquella vez en una simetría mental de ciento quince mil kilómetros cuadrados, algo sin precedentes en la polimorfa caribeña, donde la gente siempre ha invocado a Santa Bárbara después del trueno.
Como un músculo, el miedo se iba a robustecer estimulado por la práctica de todos los minutos y en todas las posiciones y variantes, no sólo las conocidas hasta entonces, sino también alguna que otra inédita. Muy pronto dejaría de actuar como un simple instinto de conservación. Obligados a dedicarle atención especial a todo lo que ofrece peligro –una ley, un discurso, una planilla, el anuncio de nuevas medidas, una sospecha, una acusación sea fundamentada o no, una actitud ambivalente, lo que le pasó a un conocido, un operativo policial, una pregunta del jefe, el barco que no llega, un ciclón que arrasa platanales, la lengua del vecino, un tipo parado en la esquina -, el miedo, aun cuando mantuviera su función de resorte, al nivel intuitivo, se fue convirtiendo dentro de nosotros en un fenómeno de máxima racionalidad. Y desató formas convencionales de adaptación, esas a las cuales André Breton había llamado “los malhechores de adentro”.
Desde entonces somos el bodrio que somos: garras de tigre, espíritu de oveja, moral de lagartija, laboriosidad de cachalotes, iniciativa de pichones en su nido. El miedo nos hizo enemigos velados del amigo y delatores del pariente. Nos enseñó al revés la máxima de aquel santo: desconfío de todo cuanto pueda tocar o que me toque: ese fue ahora nuestro credo. El miedo nos transformó en sujetos de sonrisa fácil y palmaditas sobre el hombro, en solidarios por decreto y zancadilleros en secreto. Somos maniáticos del miedo, porque es nuestra obsesión, aun en los casos en que suele presentarse como una especie de palanca ética.
El miedo no sólo nos priva de la libre acción y la serena conciencia. También nos disloca la brújula, pues ya ni siquiera estamos capacitados para identificar a cuenta y riesgo qué papel jugamos bajo el cielo, en qué tiempos vivimos, cuáles son nuestros reales derechos. Tal vez por eso apenas podemos ayudarnos o entendernos mutuamente, al menos. Algo nos lo impide. Es el miedo, bajo cuya égida nos hallamos más solos que un pingüino en la boca de un volcán.
Hemos llegado ya tan lejos que hasta aquel que dispuso y amasó nuestros miedos se pudo dar el lujo de vender una imagen como defensor de nuestros miedos. Y es así que nos cuidaba de las malas influencias que “amenazaron” siempre desde más allá del horizonte. Nos hizo sentir a buen resguardo, con leyes rígidas, acceso restringido, estadísticas mañosas, y manipulando a conveniencia el pensamiento de los próceres. El miedo y su gestor nos protegieron de la dañina luz solar, la taparon con un dedo, largo, fino, implacable en su intolerante verticalidad. ¿Quién dijo que no es posible cubrir el sol con un dedo? Basta con que al dedo se le otorguen poderes omnímodos para tocar botones, apagar pantallas, apretar gatillos, indicar direcciones, alertar, señalar, advertir, condenar. Esa fue la principal enseñanza que nos legó Fidel Castro. Ahora sólo queda por ver cuánto tiempo necesitaremos para interiorizarla.