Buesa, las formas del olvido

La gloria es una de las formas del olvido.

J. L. Borges


Así como en la poesía de Nicolás Guillén suelen vislumbrarse, agazapadas, las sombras de Langston Hughes o de García Lorca, y así como en la narrativa de Leonardo Padura gravitan sombras macondianas junto a las de Vázquez Montalbán (sobre quien gravitaba la sombra de Chandler), en los versos de Carilda Oliver Labra campea, travestida, la sombra de José Ángel Buesa. Es un viejo tema este de las influencias. Tanto como la literatura misma. Y no contiene interés especial para el caso. Al menos hasta ahí. ¿Quién que es no es influido? Más pertinente resulta quizás observar que los críticos de la Isla no han insistido mucho en esa marcada sincronía entre Buesa y Carilda, a la cual, por cierto, ubican entre los principales exponentes de la poesía nacional contemporánea. Tal vez ella lo merezca. En rigor, merece nuestro respeto por haber demostrado ser una buena persona, virtud nada corriente en sus entornos. Pero ese no es el punto. Tenemos por un lado a Buesa, eliminado del panorama de la literatura cubana por ser un poeta menor, según el dictamen crítico que sirvió de pala a sus inquisidores. Y por otro lado, tenemos a Carilda, su gemela del alma, digámoslo así, elevada a la cumbre por criterios opuestos a los que se vertieron sobre Buesa. Entonces hay alguna pieza que no encaja en este puzle.

Casi desde los primeros días del régimen fidelista, la crítica oficial demostró estar planeando la crucifixión de José Ángel Buesa. Tildaron su obra de cursi, apolítica y burguesa. Lo acusaron de encarnar la sensibilidad y los valores de una época superada por la revolución. Debido a esos azares del diablo, el camino les fue allanado por dos o tres sentencias que habían emitido en años anteriores ciertas representaciones descollantes de nuestra cultura. Cintio Vitier reprochó a Buesa “su lirismo amoroso de musicalidad fácil y temática monocorde”. Roberto Fernández Retamar lo sentenció por haber “preferido el número a la calidad, y prodigado sin mucha vigilancia sus dotes de poeta”. Más drástica aún fue la regañina que le lanzara alguno de los miembros de Orígenes: “Tal vez tú mismo no te das cuenta, Buesa, del daño que le estás haciendo a la poesía cubana”. Hay quien supone que esta lapidaria imputación fue obra de Lezama Lima. A mí me cuesta creerlo. Lezama era demasiado inteligente y culto como para proferir una tontería tal. Pero tampoco se necesita ser Lezama para comprender que por la mera simplicidad de escribir poemas menores, aunque resulten muy populares, nadie puede hacerle daño a la poesía. Se ha contado que alguien, quizá con la intención de provocar la lengua de ópalo de Lezama, le preguntó alguna vez qué opinaba sobre la poesía de Buesa. Y dicen que él dijo: “Qué voy a opinar de su poesía si a todas las muchachas de mi generación las enamoraban con los poemas de Buesa”. Esta salida sí me parece propia de Lezama. Pero volviendo al desafortunado sentenciador de Orígenes (a quien el mismo Buesa cita en su libro de memorias Año bisiesto, de 1981), me pregunto, ¿qué tipo de catástrofe presagiaría hoy para la poesía cubana si pudiese presenciar la arrasadora popularidad del reguetón? Sin embargo, tampoco iba a tener razón.

Verdaderamente de lo único que podían acusar con propiedad a José Ángel Buesa ciertas lumbreras de su tiempo, era de habérselas ingeniado para ganarles (a ellos, no a la poesía cubana) la carrera por el dominio público. Pero tampoco hacía falta ser Lezama Lima para saber que ese dominio no es el que determina la grandeza de los poetas.

Cuando los barbudos de Fidel Castro conquistaron La Habana, Buesa tenía ya vendido más de un millón de ejemplares de sus libros. Había llegado a escalar niveles de popularidad sin precedentes en la historia del país. Su libro Oasis, de 1943, alineaba entre los más leídos en toda Hispanoamérica, sólo comparable, en ese orden, con los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda. También aparecía en varios idiomas. Si nos atenemos a una de las máximas firmadas por el propio Buesa (“un poema pertenece tanto a quien lo ha leído y lo recuerda como a aquel que lo escribió”), no hay dudas de que nunca antes ni después de su travesía de poeta menor por el parnaso cubano, nuestra gente de a pie ha sentido tan suyos los versos de algún otro poeta.

Gustavo Pérez Firmat, autor de uno de los mejores ensayos que se han escrito sobre Buesa, apuntó con acierto que pertenece a un club exclusivísimo: el de los poetas que escriben best-sellers. Hasta qué punto aceptan esto de buena gana los amantes de otras formas poéticas mejor elaboradas o más complejas, es algo que no viene al caso ahora. Más me interesa, de momento, fijar la atención en la insólita falta de sensibilidad humana, así que poética, que se necesita para empujar hacia el destierro de por vida a un hombre sólo porque decidió empeñar su talento (y Buesa lo tenía, ¿qué duda cabe?) en retrotraer el arte de la versificación a su etapa de inocencia primigenia, cuando las palabras no eran sino simples vehículos para compartir sueños, preocupaciones, ilusiones, desasosiegos, esperanzas, amarguras, arrepentimientos… No digamos ya para la poesía, ¿qué peligro pudo haber representado este hombre para el poder político sólo por buscar sus motivos de inspiración entre los más comunes (o hasta baladíes o frívolos) sentimientos amorosos de la gente, dejando a un lado su mísera materialidad cotidiana?

José Ángel Buesa murió en el exilio sin derecho al regreso, justo en 1982, dos décadas después de verse obligado a renunciar a todo lo que constituía la razón de su vida: suelo patrio, ámbito familiar, reconocimiento y devoción populares, una profesión con la consecuente estabilidad económica y social que eran frutos de su talento y de su trabajo de años…Desde el mismo día de su partida comenzó a ser historia antigua, cuando no ignorada o ninguneada, para la cultura oficial. Faltaría mucho tiempo para que distintas generaciones de cubanos borrasen de su memoria aquello de “Pasarás por mi vida sin saber que pasaste…”, si es que lo han borrado del todo alguna vez. Pero ello no dependió en modo alguno del deseo ni de las directivas del poder que impone el gusto y rige las preferencias culturales en Cuba. Este poder lo mantuvo sepultado en vida durante todo el tiempo que le fue posible. Para tener una idea, basta con revisar un fragmento del ya mencionado ensayo de Pérez Firmat, José Ángel Buesa y la impopularidad del éxito, quien asevera que una vez que el poeta había marchado al exilio: “Entre las pocas referencias durante los próximos cuarenta años sobresale la curiosa entrada en el Diccionario de la Literatura Cubana (1980), que habla de Buesa –quien por esos años residía en la República Dominicana- en pretérito, como si hubiera dejado de escribir o de existir: “Poeta que trató fundamentalmente el tema erótico en forma mimética y externa, algunos de sus libros, como Oasis y Nuevo Oasis, vieron múltiples ediciones”.

Antes de esa desdeñosa mención en el Diccionario de la Literatura Cubana, publicada dos décadas después de su partida, sólo he tenido noticias de la inclusión de un poema suyo –Poema del renunciamiento– en una antología que publicara en La Habana el uruguayo Mario Benedetti, allá por 1969. Después, el nombre de Buesa continuaría flotando en el marasmo hasta finales del siglo XX, adentrada ya la segunda mitad de los noventa, cuando fueron publicadas dos o tres selecciones de sus versos, una de ellas, no más faltara, gracias a la oportuna y siempre fiel devoción de Carilda Oliver Labra. Todos estos libros con poemas de José Ángel Buesa volaron de las librerías como el clásico merengue. Un acontecimiento insólito, si tenemos en cuenta los precedentes. Aunque para entonces, remedando a García Lorca, Buesa ya no era él, ni su casa era ya su casa.

Con mejor o peor disfrazada crueldad, pero con la misma propensión al ridículo, algunos poetas ¿mayores? facilitaron la faena de los Torquemada políticos. En tiempos de revolución iban a ser contraindicados los artistas no apodícticos y los rapsodas del sentimentalismo burgués. Así que por eso, y nada más, también sepultaron vivo a Buesa.

Mientras, Pablo Neruda pasaría a remediar quizá la traumática pérdida que para el cubano corriente pudo significar la desaparición de su Poeta Enamorado. La verdad es que los versos del chileno, al menos los de su primera etapa, que fue la más popular, no se diferencian demasiado de los de Buesa. Al punto, es coherente suponer que éste allanó el camino hacia Neruda entre las masas lectoras de la Isla. No en balde Cintio Vitier había reparado ya en el detalle de que la poesía del primer Neruda pudo influir en la de Buesa. Sea como fuere, lo cierto es que, a pesar de su reconocida filiación izquierdista, el célebre autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada también terminaría cayendo en desgracia con los jefes de la revolución y con sus poetas cortesanos en Cuba. O más bien la desgracia fue para los lectores cubanos, pues al gran Pablo Neruda no le hizo ni cosquillas la desestimación de los sargentos políticos del fidelismo.

A Buesa, en cambio, sí es probable que lo hicieran sudar sangre con su expulsión del parnaso criollo. Nunca lo dijo por lo claro. No se quejaba de su mala suerte. No perdía el tiempo despotricando contra sus enterradores. Todo lo contrario. Trató de rehacer su vida de hombre común peregrinando por varios países, hasta que al fin hallaría acomodo en República Dominicana. Continuó escribiendo. Al millón de ejemplares que había vendido hasta el momento de su debacle, agregó otro millón, o más. Constituyó una nueva familia e hizo valer su amplia cultura trabajando como traductor y como profesor de Literatura en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña, de Santo Domingo. De manera que nadie, o casi nadie, llegaría a conocer cuánta tristeza y dolor y frustración y rabia contenida debió soportar aquel infeliz desterrado político que nunca fue político.

Y entretanto, en su país, donde la revolución desembocaba en un grosero régimen totalitario, los poetas revolucionarios se dieron a crecer silvestres como el romerillo. Posiblemente ninguna otra nación del planeta registró entonces un mayor número de poetas ni una mayor ausencia de auténtica poesía por cada metro cuadrado. El estilo coloquial, entre otras derivas, iba a convertirse en coartada para que cualquier liviana oquedad fuera premiada y amontonada en las antologías. Aquellas lluvias provocaron los pantanales de hoy, donde lo peor del mal gusto burgués impera mezclado con la chusmería más barata. Y sin Buesa, para que al menos les convide a suspirar entre un aullido y el otro.


 

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José Hugo Fernández
El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “La que destapa los truenos”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Trabajó como periodista independiente en La Habana durante más de 20 años. Reside actualmente en Miami.