Último de una serie en cinco partes sobre las atrocidades sufridas por quienes fueron enviados a las UMAP. Estos avatares resultaron basamentos fundamentales de la novela del propio autor, Un ciervo herido
Los camiones eran antiguos, tenían el motor —que parecía quejarse más bien— en la “nariz”, la cual se tomaba un tramo considerable más allá de la cabina del conductor. La marcha era lenta, de manera que no era posible que el ambiente se refrescara ni aun en medio de la noche; ni que, en cuantía suficiente, se disiparan los malos olores con que cargaban los hombres.
Además de los soldados que custodiaban en los camiones, iban otros en jeeps que corrían y retrocedían por los laterales. Ya habría pasado la medianoche cuando el convoy hizo un giro a la derecha y se abrió un pequeño, intrincado pueblo camagüeyano.
Entraron los camiones por una puerta lateral de un estadio de béisbol y abarcaron en círculo las orillas del terreno. Se encendieron más luces que las prendidas hasta entonces y se escucharon órdenes de bajar “a toda velocidad”. Unos ayudaban a bajar a otros. Se oían sobre todo las palabras “sed”, “hambre”, “mamá”, “madre”, “Dios”.
Los guardias encaminaron al grupo hacia el centro. A algunos a rastras. Se llenó por completo el terreno de béisbol. Una buena parte de los reclutados se echó en la yerba, en la arena, y así estuvieron hasta que los soldados fueron de grupo en grupo conminándolos a ponerse en pie, avisando: “¡El jefe va a hablar!”.
Desde un podio, tosco, en lo alto, detrás del home, habló el que se presentó como comandante político de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción; estaba rodeado de seis u ocho militares con aires y charreteras de oficiales; uno de estos había presentado al comandante político. Éste, mediante un altoparlante que trasmitía tanto ruido como voz, aclaró que era falso lo que personas enemigas de la revolución decían sobre las Umap, eran patrañas de los enemigos “de afuera y de adentro”, las Umap no eran otra cosa que la inversión de fuerza de trabajo en la necesitada provincia de Camagüey. No todos los hombres podían ingresar en las fuerzas regulares del Servicio Militar Obligatorio, no todos los hombres nacían aptos para las armas militares, también con el machete y la guataca se podía defender la patria, mientras quienes así lo hacían comprendían mejor que nunca cuánto tesón y coraje se necesitaba para que la tierra diera los frutos que una nueva sociedad necesitaba. Mientras el jefe político hablaba, varios hombres caían y eran levantados a punta de bayoneta por los soldados, pero volvían a caer, y volvían a levantarlos.
Cuando el comandante político terminó, solo unos pocos de los reclutados aplaudieron. Pero tal pareció que eran muchos los aplausos: atronó el de los oficiales que estaban junto al comandante, cerca del micrófono, y el de los soldados que se hallaban en el terreno. Cuando cesaron los aplausos, uno de los encartados, que gritó llamarse “Belisario” y a quien, dijo, “había que tocársela”, comenzó a caminar de espaldas, repitiendo las mismas frases. Estaba cerca del hombre de unos veinte años cuya cabellera, ahora rapada, sin duda sería negrísima. Éste no vio desafío en la expresión de Belisario, pareciera que esas frases se las decía a sí mismo o a alguien que no estaba allí. Siguió caminando de espaldas, diciendo lo mismo, hasta que topó con la malla de un lateral. Los soldados se dieron voces de un sitio a otro y los reclutados fueron puestos de pie, los que no lo estaban, y cercados a presión por los guardias. Belisario, abacorado por dos o tres guardias y ya en un extremo de la maya adonde no llegaba la luz, gritó quizá par de veces lo mismo, antes de que se escucharan golpes, quejidos. Cuando lo llevaban a rastras hacia fuera del estadio, pudo verse que vestía un pantalón de caqui, la camisa de lienzo tal vez color crema.
Al salir del estadio recibieron un bocadito de pasta indescifrable y “agua para toda la tropa”, a uno por uno antes de subir a los camiones, de manos de soldados que no llevaban fusiles ni pistolas, como “soldados camareros”. Se fragmentó por segunda vez la caravana —la primera había sido cuando llenaron los camiones desde el tren— y agarró distintas direcciones del pueblito. El camión en que iba aquel hombre de unos 20 años tomó hacia el fondo y enrumbó por un terraplén. Entonces se sentía más recia la noche porque era campo abierto. Cuando el motor desaceleraba era posible escuchar los grillos y en algún momento el pitido de una lechuza, puesto que los hombres llevaban el silencio del agotamiento y del miedo. Se mantenían esos murmullos que debían ser rezos. Iba la caravana lenta debido a lo maltrecho del camino. Era madrugada cerrada y la luna se asomaba apenas y de rato en rato, y el calor y el sudor empapaba sobre lo empapado. Se notaba que los reclutados miraban a un lado y a otro como si quisieran adivinar en dónde se hallaban o quizás buscando una señal que les indicara que estaban llegando a alguna parte.
El camino por tramos se estrechaba entre zarzales y entonces el asunto parecía más fúnebre aún. Nadie iba sentado porque los baches tiraban hacia acá y hacia allá y los que no estaban a mano de la baranda se agarraban unos a otros. Había arribado la solidaridad: nadie se fijaba si se le agarraba un homosexual, ni ningún homosexual se agarraba a otro que no lo fuera como a la carne.
Los camiones de adelante fueron aminorando la marcha. Unos tres minutos después el farol derecho del camión donde iba aquel hombre cruzó un cartel escrito en una tabla irregular, sin color añadido y como mordisqueada en los bordes, que avisaba con trazos gruesos de algún betún negro: “sona melital”. Era maleza baja lo que se veía alrededor, al parecer desmochada recientemente.
Los camiones entraron iluminando a dos soldados con el fusil al pecho junto a una garita y dieron vuelta en redondo y se vieron las cercas de alambres de púas, muy altas, con un tiro aéreo como de dos pies hacia dentro en la cúspide. Los alambres de púas estaban pegados y cruzados entre sí a manera de cuadrículas mínimas por donde no cabría ni una mano. Ordenaron bajar, pero los camiones no apagaron los faros. “¡Formen!”, fueron gritando los soldados que habían escoltado hasta allí, a la par que iban organizando a los hombres, que al fin hicieron unas filas que daban pena o risa. Los camiones seguían dando la única luz con sus faros.
Aquel reclutado de unos veinte años de edad pudo ver que quienes estaban cerca de él tenían el pánico en el rostro, miraban a las alambradas de parpadeo en parpadeo. Uno de los que el hombre observaba en ese momento, de piel rosada, delgado, nariz ganchuda, unos 18 años de edad, súbitamente comenzó a cantar en alta voz: “En la montaña de Imitos/ el corazón yo te entregué”. Varios soldados llegaron corriendo hasta el grupo. “¿Quién cantó?”, preguntaban. El cantador dijo “yo” mientras bajaba la cabeza y sollozaba. Lo reprendieron enfatizándole que “los hombres no lloran”.
Los soldados que venían en los camiones se fueron en estos. Los que esperaban en el sitio dieron tres o cuatro discursos presentándose como jefes y segundos jefes y terceros y jefes de “pelotón” y de “política”.
La iluminación llegaba de unos mechones de queroseno que habían puesto en un sitio y otro unos soldados que dijeron ser “la guarnición”.
Los jefes anunciaron que esa primera noche habría que dormir en el piso. Era de cemento recién fraguado, que aún no habían barrido. De nuevo el equipaje sería la almohada.
Al amanecer, la mayoría de los hombres contemplaban las cercas, y lo comentaban entre sí; el asombro por instantes se superponía a la expresión de temor, o se mezclaban ambas.
Los formaron mediante órdenes que obviaban la inexperiencia para el caso de los reclutados: las filas hacia los excusados más bien serpenteaban. Solo podrían hacer las necesidades, no había agua. “Mañana sí, la traerán de la granja”, anunciaron los jefes.
En el comedor les sirvieron el aproximado de una taza de leche evaporada. “El pan lo traen mañana”, dijeron los soldados.
A seguidas los arrearon para el centro de la explanada, los formaron de nuevo y les asignaron los números, “que serán sus nombres en lo adelante”.
Los encaminaron hasta una garita donde, después de decir sus tallas, recibieron dos pantalones azul añil de mezclilla; dos camisas azul claro de mezclilla; tres calzoncillos verde oscuros de popelín satinado de patas largas sin bragueta; una gorra de igual color y tela que la camisa; un sombrero de guano; tres pares de medias verde oscuras de algodón; dos monogramas de forma triangular con fondo blanco y letras rojizas que decían Soldado Umap y que los reclutados debían coser de alguna manera al brazo izquierdo de la camisa; un pantalón verde militar con grandes bolsillos exteriores en los muslos que solo podría ser usado al salir de permiso, en las visitas de familiares y en alguna salida eventual autorizada; tres pañuelos blancos de algodón; tres toallas blancas y pequeñas de tela, más que afelpada, semicorrugada; un par de botas amarillas de caña baja; una colcha blanco crema, delgada. Sin excepción, al dirigirse al sitio que les indicaron, con la carga de la ropa a cuestas, los hombres —que parecían una procesión de mendigos con su ropa de civil sucia, percudida, manchada de tantas cosas, y ellos mismos sucios, ajados, tambaleantes— serían lo más parecido a la derrota.
Era el domingo 20 de junio de 1966. Los reclutados estarían siete días terminando los detalles que le faltaban al campamento; poniendo las armazones donde irían las hamacas; limpiando los retretes; eliminando los yerbajos que crecían en diversos ángulos; y marchando, marchando sin saber ni remotamente de qué se trataba, y sin que a los jefes les importara que ellos no supieran. Era penoso ver, bajo el sol terrible, marchar a los más viejos, a los más débiles. Llamaba la atención, sobre todo, un hombre de aproximadamente 6 pies y 5 pulgadas de estatura, desgarbado, delgado para su altura y de algo más de 30 de edad, quien parecía arrastrarse más bien mientras en el rostro mantenía la expresión de quien se está sobreponiendo al dolor; tenía los pies planos, escoliosis (se sabría con el tiempo) y era un artista de teatro. Armando Suárez del Villar, dijo llamarse, unos días después.
Desde el segundo día y por mucho tiempo se mantendría el desayuno de leche evaporada, acuosa; el almuerzo de solo chícharos aguados, la comida igual. Los hombres perdían peso día a día. Uno sería sorprendido por otro, su amigo, comiendo de la esmirriada vasija de sancocho, tomando las casi impalpables sobras desesperadamente con sus manos.
Aflorarían las peleas por el gran botín que significaban las cacerolas untadas de raspas, cuando hubo arroz. Aquel caibarienense, Losada, de unos 20 años de edad, daría fe, con casi 24 horas de gritos insufribles, de un dolor en el vientre —“¡Qué dolor tan perro!”— que haría que sus compañeros, finalmente, lo llevaran a rastras hasta la puerta de la jefatura para ahí dejarlo y no volverlo a ver jamás.
Aquel placeteño, Luis Estrada Bello, un hombre de apenas 110 libras más o menos, cuya fragilidad remitía a la tristeza de solo mirarlo, se desmayaría constantemente para ser reintegrado a la formación constantemente.
El domingo 27 de junio de 1966, en la tarde, reunirían a los hombres en la explanada para informarles que al día siguiente comenzaría el trabajo en el campo. En la mañana, les entregarían los azadones: se trataba de limpiar los cañaverales de malas yerbas. Entonces, realmente, comenzaría el infierno.
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