Confesiones del heterónimo Gayol Mecías

Los escritores Alberto Lauro y Manuel Gayol Mecías en el II Festival Vista de Miami (2015)

…las palabras son una infinidad de diminutos taladros.

M.G.M. 


I

Al contrario que el resto del continente americano, la historia de Cuba es la de una nación que deja de ser en 1492. Es decir, que pierde, parcialmente, toda coherencia (atributo no negociable de cualquier proceso), y se establece en la Fatalidad Histórica. No hay épica. No hay mitologías. No hay trascendencia. Solo una interminable emergencia carente, a corto y a largo plazo, de concreción o clímax. 

El segundo desgarrón irrumpe, como nadie ignora, en 1959.  Aumentan la entropía, el infantilismo, la crueldad, el odio por el odio. Ya aquí hemos llegado, a paso de conga, a un frenesí imbécil que desde hoy llamaremos Realismo Ridículo, irreversible para siempre jamás. Aun cuando la dinastía mandante termine de irse a criar malvas. Aun cuando otro tipo de ambición desgobierne. Aun cuando los trillones de abortos sean ilegales y la edad de consentimiento (aquí se imponen dos énfasis: tácita, y en las niñas no más) deje de estar en los once años, Cuba no dejará de ser una anti-nación baldada por el Realismo Ridículo. Así sus narrativas: política, sexual, literaria.

Hasta que huyes y transformas tu pasado.

Solo el tuyo.

II

Coincidencias de un editor (o el exorcismo de Joel Merlín) (Palabra Abierta-Neo Club Ediciones, 2014), más allá de su cuestionable título, es una novela que se adscribe y refuta lo antes postulado. La nacionalidad de su autor, no así lo que cuenta, determina el carácter de la obra. Visto de ese modo, ser cubano sería un factor determinante a la hora de escribir -y de todo lo demás. De aquí al nacionalismo no hay mucho. Pero no soy yo quien determina las leyes de este chiringuito llamado humanidad. Así es. La anécdota es bastante recurrente: el intelectual que cae, temeroso y esperanzado, en la vertiginosa maquinaria de un periódico. Decenas de escritores latinoamericanos y “anglos” dispusieron sus narraciones en este contexto. Recuerdo fácilmente a Vargas Llosa, a Fuguet. Bukowski también hizo lo suyo. En el caso de Manuel Gayol Mecías, existe la complicación geográfica: el personaje es un cubano queriendo anteponer su cultura (aquí en el sentido socioantropológico del término) ante un contexto incompatible. Punto. Este resulta el eje central de la narración. Lo demás es literatura. Pero está expuesto con una meticulosidad dolorosa y carente de suspicacias. Uno lee esta novela y resulta inevitable el sufrimiento filial. Nos olvidamos de las peripecias en las que se desenvuelve el sujeto del discurso para dolernos de él. Aun cuando, a través del libro, sospechemos el sentido del humor ofreciéndose y nunca concretándose. Hasta que descubrimos que no es sentido del humor. Solo es alguien conocido que nos habla en un lenguaje conocido y que sobrevivió, al igual que uno, a las mismas asquerosas circunstancias, y tuvo que huir, en nombre del probable futuro, para transformar el seguro pasado. Si Vargas Llosa, Fuguet y Bukowski usan la redacción de un periódico para salir de él a los infiernillos políticos, de violencia y sexuales, el narrador de Coincidencias… (quien, curiosa y simpáticamente también resulta el narratario, pues él transcribe, en primera persona, la historia que Joel Merlín le tributa) consigue mostrarnos la plenitud del biografiado mediante su oficio. 

Este tour de force narrativo provee al texto de una dinámica espectacular. Los siempre gratos beneficios de la duda (cuasi-omnisciencia) levantan lo que de otra manera sería un mero informe.

No debe haber resultado un ejercicio fácil, supongo. Lo que es vital e interesante para uno, no tiene que serlo para los demás. He ahí la justificación del talento.

Cuando empezamos a leer, nuestro instinto, la postura… ingenua del narrador, nos hace pensar que es una Historia de los Noventa. Pero no. Rápido, hay señalizaciones en el camino que nos indican una radical contemporaneidad, justificada con más o menos leves exploraciones en la existencia anterior del (o los) personaje(s). Los viejos raccontos y flash backs adensan y multiplican un caos sabiamente estructurado. Si un profesor universitario nos obligara al inútil riesgo de la definición, diríamos que Coincidencias de un editor es, simplemente, una novela barroca: los meandros del lenguaje son el único soporte posible para la única historia posible: esta. 

III

Mientras leo, descubro (o invento, qué más da) sabores olvidados: Carpentier y  Hermann Hesse. Aproximándose hasta el punto en que no son influencias, sino eso: un sabor descubierto o inventado, una simpatía que hace tiempo las obras de arte apenas (me) logran provocar. Porque, a fin de cuentas, cada gran historia es una grande o pequeña historia (de amor). Pero contada (o besada) de la única manera posible: esta. 

IV

El escuchado por Dios (Samuel) juega con ellos y nosotros. Samuel Ludi finge engañarnos con sus visitaciones. Terminaremos amándolo justo en el momento en que nos damos cuenta que él y el autor y todos son y somos uno. Y el dolor de Cuba. Y el desarraigo de una tradición literaria a la que debiste pertenecer, y perteneces…

Gracias, Gayol Mecías. Nuestro amigo en común Guillermo Vidal estaría muy orgulloso al leer (y releer) esta novela.  

V

En un mundo donde las confesiones (léase chismes) han sustituido, en la mayoría de los géneros, a las categorías estéticas, esta inmejorable novela nos somete a ser El Que Escucha, el Gran Oído. No es la dolosa y dolorosa catarsis del exiliado inadaptado (¡Salve, Boarding home!). Solo nos deleitamos con el sufrimiento ajeno. Con la magistral forma en que un autor, tres personajes, un lector (sí: tú: hablo de ti:) recompone sus huesos con minuciosa y serena valentía. 

Las peripecias de Gayol pueden ser y son las de Joel Merlín. He sido muy cuidadoso al no mencionar los hijos de puta ad ususm, que abundan en todo terreno, comunista o no. 

A la literatura cubana le hacía falta una novela así. El mayor elogio del que me creo capaz es este: no parece ser literatura cubana. Quiero que la compren y la lean porque el universo en que se enreda y desenvuelve es, a la postre, intemporal e insignificantemente geográfico. 

Un alma es un alma en la Siberia de Stalin o en los astrosos laberintos de las burocracias castristas o capitalistas. Un alma puede ser peor delatando o ser mejor leyendo. Se me antoja lo segundo. Oh, qué aburridos estamos de pestes, guerras y rumores de guerras. ¿Por qué no leemos Confesiones de un editor, de Manuel Gayol  Mecías? 

Y como tu respuesta es sí, la Eternidad (o la palabra Eternidad) renuncia a perder su significado.