Primer testimonio de una serie de cinco sobre las atrocidades que sufrieron quienes fueron enviados a las Umap. Estos avatares resultaron basamentos fundamentales de la novela del propio autor Un ciervo herido.
A las seis de la tarde del sábado 18 de junio de 1966, un nutrido grupo de hombres se presentó en la llamada Carretera de Sagua —en el norte de la ciudad de Santa Clara—, en un edificio conocido como la OIR (se supone que por el nombre de la estación de radio que allí había existido), una dependencia del Comité Militar Municipal. Ellos llevaban una citación oficial en la cual se aclaraba que, en caso de no presentarse en el lugar ordenado, a la hora y día señalados, serían encarcelados.
Nadie les había dicho para dónde los llevarían, aunque podrían imaginarlo atendiendo a sus “personalidades” si las vinculaban con esa cosa tenebrosa que existía en los campos de la provincia de Camagüey, de la cual tantos hablaban, pero nadie, a ciencia cierta, sabía con exactitud de qué se trataba, solo que les llamaban “la UMAP”.
Para entrar en el edificio mencionado, los hombres debían mostrar la citación y así franquear los fusiles de los soldados vestidos de verde militar. Afuera quedaban los familiares que los habían acompañado; pero sobre todo las madres, que tampoco sabían —y nadie les respondió esta pregunta— para dónde se llevaban a sus hijos. Será por esto que lloraban, clamaban, gritaban en las afueras del lugar. Una de ellas gritó: “¿Habrá alguien que no sea Dios con poder suficiente para arrancarle a una madre su hijo sin decirle para dónde lo mandan?”.
Entre los citados, que eran de diferentes zonas de la entonces provincia de Las Villas, se hallaban —lo sabríamos después— religiosos de diversos credos —campesinos incluidos—, estudiantes de bajas notas, obreros, borrachines nocturnos y de fin de semana, y homosexuales. Claro, algunos contaban con más de uno de estos atributos. Y las edades iban desde los 16 a los 40 años y un poco más, a simple vista. Allí se hallaban, entre otros, Luis Becerra Prego, de 16 años de edad, estudiante nocturno y domiciliado en Santa Clara; Jorge Blondín Iparraguirre, de 26 años de edad, trabajador agrícola en el central Washington, donde vivía, y de religión protestante; Julio Rivero, oficinista y residente en Santa Clara. También se encontraban Rigoberto González, homosexual y mecánico automotor, dueño de un pequeño taller de este giro ubicado en Carretera Central y Marta Abreu, y quien, quizás para no dejarse dominar por el pánico, jaraneó: “Si ya yo estoy de asilo, ¿pa’dónde me llevan?”. Rigoberto tendría entonces poco más de 40 años, la misma edad que debía tener el Maestro (solo escribo el apodo porque él nunca fue homosexual confeso, aunque ya convicto lo era en ese momento).
De los alrededores del municipio de Placetas era Colavito —su apellido—, mulato, homosexual evidente, y quizás uno de los seres más propensos a las lágrimas de frente al terror, a sus 37 años de edad. Cepillo, también homosexual, residente en Santa Clara y trabajador de una cafetería en esa ciudad (no digo su nombre ni su otro sobrenombre porque posiblemente, como otros de aquéllos, ya haya muerto: tendría entonces algo más de 40 años de edad). Del municipio de Encrucijada eran Pinchaejubo, trabajador del campo, especialista en subir cocoteros; Bambán, también trabajador agrícola —ambos de 25 años aproximadamente y de la raza negra—; de la raza blanca Pedro Bernia, campesino y evangelista de unos 20 años de edad; Manuel Valle, de la logia Orfelos y de unos 20 años. De Cabaiguán, Eurípides Ferrer Fernández, de acaso 25 años de edad y estudiante; de Cienfuegos, Víctor Soriano, de 27 años, obrero fabril y aquejado de una enfermedad pulmonar; de Ranchuelo, Guillermo Jiménez, de 30 años de edad, llamado el Guille la Rumba y sin trabajo oficial reconocido; de los campos aledaños a Sancti Spíritus el Fiji, de gestos amanerados, de unos 17 años de edad, estudiante y católico. Son solo ejemplos típicos. La lista, como se supone, sería muy larga.
Los convidados aguardaban sentados, algunos tirados, en el piso del salón, que se hallaba apiñado, respiración contra respiración. La mayoría de los soldados y oficiales que entraban y salían los miraban con desprecio, con un desprecio que querían demostrarles de manera enfática. Un subteniente, haciendo un gesto abarcador con un brazo, dijo en alta voz antes de entrar en una oficina: “Banda de maricones”.
Sobre las 10 de la noche llegaron unos camiones que ocuparon el patio, que rodeaba al edificio por los cuatro lados. Los militares dieron la orden de subir. Cuando los camiones salían por la misma puerta por la que habían entrado los convocados, algunos familiares decían adiós al azar —y gritaban nombres el azar, y maldecían al azar—: las luces del exterior habían sido apagadas.
El trayecto hacia los arrabales al oeste de la ciudad duraría unos 40 minutos. En el extremo de cada camión, sujetos a una cuerda de baranda a baranda, iban soldados con armas cortas. Varios jeeps militares escoltaban a los camiones; avanzaban, se detenían, retrocedían, según el caso.
Llegaron hasta una explanada rodeada de maniguas. La única luz, los faros de los camiones. Junto a un barracón de mampostería, vasto, estaban otros soldados; estos eran, sin duda, soldados en campaña, los anteriores parecían “soldados de ciudad”. Estos les “entregaron” los hombres a los que habían estado esperando, quienes, a gritos de donde se podía entresacar la palabra “lacras” sobre todo, hicieron bajar a los hombres y los conminaron, a bayoneta calada, para que entraran en el barracón.
El piso del barracón era de cemento, polvoriento y cubierto de cagarrutas de chivo. El techo estaba en lo alto; la luz era escasa, proveniente de unos bombillos incandescentes que se hallaban muy arriba. También las ventanas estaban a una altura desproporcionada, y entreabiertas. El calor era muy intenso. Los soldados ordenaron a los hombres que se acostaran en el piso, con las cabezas pegadas a la pared, los pies hacia el centro del barracón; pero una buena parte tuvo que hacerlo en medio del área: el espacio no alcanzaba. Luego de pedir y recoger las cuchillas de afeitar que trajera cada uno, lo soldados dieron la orden de que los hombres dormirían con sus equipajes como almohadas, estrictamente; es decir, durante la noche no podían sacarse el equipaje de debajo de sus cabezas.
A medianoche apagaron las luces.
No todos pudieron dormir. Hasta el amanecer se escucharon ayes, ruegos a las madres, sollozos, súplicas por el hambre. Y las botas de los soldados sonando en uno y otro sitio.
“¡La bayoneta no! ¡La bayoneta no!”, gritó en la madrugada alguno de los reclutados, con ese tono de pavor propio de quien despierta de una pesadilla.
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