Juan Rodolfo Wilock es un narrador, poeta y crítico casi desconocido en Cuba. Nació en Argentina, en 1919, y murió en Italia en 1978. Vivió entre esos dos países, pero su etapa de madurez transcurrió casi completamente en el último. Sus narraciones juegan con el absurdo, lo irracional, pero siempre con intención lúdica, de humor inteligente y disparatado. Una literatura por lo general de corte fantástica, pero que jamás se queda en la mera fantasía.
Wilcock es un escarbador de la realidad, de la incomunicación entre las personas, de lo monstruoso, de lo esperpéntico, aunque siempre en clave sarcástica. Es muy divertido. En Argentina, pródiga en buenos escritores, lo consideran un maestro. Este primer cuento, “Capitán Luiso Ferrauto”, pertenece al libro La sinagoga de los iconoclastas. El segundo, “La Atlántida”, a su libro El caos.
Capitán Luiso Ferrauto
Una vez al año, en primavera, el capitán Luiso Ferrauto cambia de piel; de la piel vieja emerge lustroso y rosado como un recién nacido, pero al cabo de unas horas la piel nueva recobra su color normal, que es aceitunado, y también el pelo, que se ha desprendido junto con la piel del cráneo, vuelve a crecer rápidamente, como corresponde a un oficial de la Seguridad Pública. Su mujer, unida a él por un amor inusitado en estos tiempos, suele guardar estas pieles usadas de su marido y rellenarlas de goma espuma color carne, para hacer así un muñeco bastante presentable, bien cosido y armado, con su uniforme puesto. Ya tiene unos quince en el garaje: todos oficiales de policía, tan parecidos a su marido que da gusto verlos a todos juntos, tan dignos, tan rectos, tan inalcanzables por la corrupción. La señora hizo instalar un equipo estéreo en el garaje y, cuando el capitán está de servicio fuera de casa, la mujer baja para hacerles oír a sus ex-maridos las mejores páginas de la lírica mundial. Absortos, como embelesados, los quince policías escuchan inmóviles la muerte de Desdémona, el merecido asesinato de Scarpia, la disputa fatal entre Carmen y Don José, delitos todos que exigen el arresto inmediato del culpable, hechos de sangre y de violencia como tantas veces han visto a lo largo de su carrera. Puesto que los muñecos de piel policíaca son producidos a razón de uno por año y cada uno es de edad más avanzada que el anterior, presentan esta insólita característica: que el más joven de los quince es el más viejo de todos.
La Atlántida
Cuando aquella vasta isla que los antiguos llamaban Atlántida comenzó a hundirse en el océano, los más sagaces de sus habitantes decidieron embarcarse y mudarse a otro continente. Lamentablemente sus barcos eran pequeños y bastó una sola tempestad para tragarse a todos los emigrantes. Pero la gran mayoría de los atlánticos se habían quedado en la isla; de hecho, todas las profecías preveían un gradual reelevamiento del nivel de las tierras, y los isleños, como sucede a menudo, creían más en las profecías que en la realidad de lo que veían con los ojos y tocaban con la mano. Por eso, inundadas las llanuras costeras y amenazadas por las olas las primeras colinas, los periódicos atlánticos continuaban alentando a la población: “Hemos tenido una nueva confirmación, venida de las más altas esferas científicas de la isla, de que está prevista la progresiva elevación de la plataforma continental atlántica, cuyo movimiento parece haber sido tan repentino que ha arrastrado consigo las aguas del océano; esto explica el hecho de que éstas hayan alcanzado en algunas localidades un nivel falsamente preocupante. En la espera del retorno, sin duda inminente de las aguas geológicamente impelidas, los habitantes y animales sobrevivientes se han refugiado en las montañas que rodean a la capital. El gobierno ha tomado las medidas apropiadas para evitar este temporario peligro, mediante oportunos diques y barreras, mientras los sacerdotes amorosamente se ocupan de bendecir los restos flotantes”.
Más subían las aguas, más optimistas se volvían los comunicados distribuidos por las agencias de noticias, más inminente era declarado el reflujo de la marea, con la consiguiente adquisición por parte del patrimonio nacional de nuevas e ilimitadas extensiones de tierra enriquecida por el fértil humus de milenios de vida submarina. Por eso nadie hizo nada, y cuando el último habitante, que era justamente el presidente del consejo, se encontró en la cima de la más alta montaña del país, con el agua al pecho, se oyó decir a los ministros que flotaban en torno suyo, cada uno aferrado a su propio escritorio: “Valor, excelencia, lo peor ya pasó”.