Todavía el globo mundial no había sido rebanado en forma de países. La virtud no era como luego la vería Cortázar, un microbio redondo y lleno de patas. Nadie conocía el bochornoso desacorde de las palabras vanidad, mentira, miedo… Muchos diluvios tendrían que desatarse antes que el odio deflagrara sus diques devenido chasco de la imaginación. En fin, el planeta Tierra no era reino de hombres, sino de dragones. Aunque si ambas especies se aproximaban hasta el punto de intercambiar el aliento de sus entrañas, nacían prodigios con corazón humano y alas de dragón. Y donde quiera que tuviese lugar uno de tales nacimientos, estaba asegurada la presencia de un tesoro.
Son tiempos y circunstancias a los que podremos volver fácilmente. Basta con que seamos capaces de identificar la ubicación de la Montaña Draco según las coordenadas que entre guiños nos desliza la escritora cubana Daína Chaviano. Una vez sobre la pista, sólo debemos conservar en el espíritu cierta dosis de inocencia. Entonces nos será permitido escalar el anillo de vegetales cristalinos que defiende el pico de la Montaña Draco, atravesando un puente entre dos dimensiones, la de la existencia común y la de los anhelos.
La Montaña Draco es región del idilio, atlas de lo inverosímil, lo inabordable a simple vista, a pesar de que de ningún otro sitio, fantaseado o físico, está más al alcance de la mano, pues pertenece a la cosmogonía de la ternura. No por gusto cada uno de sus paisajes, al igual que los seres que pueblan su atmósfera, inusitada, translúcida, le dispensan una muy especial accesibilidad al lector adolescente, aun cuando fueran o no creados exclusivamente para él. Yo por lo menos no me atrevería a afirmar que País de dragones y El abrevadero de los dinosaurios, libros donde se escancian las maravillas de la Montaña Draco, deban ser incluidos en forma inapelable dentro del género literatura juvenil. Se conoce que muchas obras aprisionadas hoy dentro de esa jaula fueron escritas para lectores de cualquier edad. Sólo que los menores, siempre suspicaces, sabios y entusiastas, les concedieron voto unánime, lo cual no supone necesariamente una renuncia por parte de los adultos. También se registran casos en que ocurre lo contrario. Uno entre varios es el de las obras de Selma Lagerlöff, ese portento sueco.
Sea literatura para personas menores de la cual se apropian las mayores, o sea al revés, lo cierto está en el hecho de que la fantasía, el fino acento poético, el énfasis sutil pero nunca insubstancial, ni pedante en torno a las riquezas del espíritu, demarcan la geografía de esta montaña mágica. Razones suficientes para que se entienda por qué los niños y en particular los adolescentes van hacia ella como bala por tronera, confiados, ansiosos por aprehender linduras, mientras que los mayores disfrutan de su contemplación a distancia, y hasta dejando caer quizá un mohín de escepticismo. Y es que mientras unos trasponen apenas la etapa de la vid tierna, sedienta y voraz, por el imperativo de crecer; los otros son la borra ácida del vino. Unos van y otros regresan. Sin embargo, entre las grutas de ensueño, los altos riscos, el fulgor verde de la Montaña Draco, gravitan dos lecciones aptas y aun necesarias para todas las edades. A saber, que más importante que el hallazgo será siempre la búsqueda y que sin equilibrio no hay sabiduría.
Al igual que el suelo que pisan, los pobladores de la Montaña Draco, o de sus cercanías, exhiben la increíble singularidad de lo sencillo, lo tierno, las esencias. Si son dinosaurios, nada les chifla tanto como ponerse a pastar en los sueños de las personas, con la panza vuelta al sol. Si son dragones, resultan visibles únicamente para quienes dispongan de paz interior. Desde hace casi treinta siglos los humanos andamos imaginando dioses y monstruos con el objetivo de intimidarnos a nosotros mismos, de aleccionarnos, de representar a la tremenda nuestros defectos, traumas y aspiraciones, buscándole la quinta pata al gato. Casi tres mil años y aún los moradores del Olimpo griego continúan ejerciendo su implacable autoridad sobre el espíritu del mundo. Con su herencia de sólida cultura y con su torrente de invención, nos dejaron también el súmmum de lo tétrico y lo deforme. Ni en treinta siglos más podrá ser engendrada otra galería tan aterradora como la de su bestiario. Gigantes desalmados con cincuenta cabezas y cien manos, medusas que convierten en piedra todo aquello que rozan con el brillo de sus pupilas, majestades que crispan los océanos con un estornudo, pájaros con garras de bronce que almuerzan carne humana, centauros que reparten túnicas envenenadas, basiliscos que matan con los ojos, minotauros, cancerberos, sirenas engañosas, abortos de mezcla infernal, mitad león mitad cordero. Alguien dijo que es sobre todo en el amor donde los griegos mezclaban sus bestias con sus dioses, y con eso queda resumido el asunto. Pero no sólo ellos. Ahí están La Esfinge egipcia y sus deidades Anubis o Ammon. Están el Jaggernat hindú, el Dumovai eslavo, el Lamia medieval, el dios-vampiro de los zapotecas. Y la Cábala, el Islam, los chinos, los babilonios, los cronistas de Indias, el escalofriante Luzbel de los cristianos…
Nada que ver, en ningún caso, con los inquilinos de la Montaña Draco y sus alrededores. Ni siquiera aquel dragón de cien cabezas, guardián de las manzanas de oro de las Hespérides, parece ser pariente lejano de quienes pueblan el País de dragones, dulces criaturas alumbradas al mundo con la vida no dentro de su cuerpo, sino en el interior de una piedra preciosa. “Cuando la inteligencia busca, el universo se expande”, afirma Daína en las páginas del libro en cuestión. Es justamente lo que ha sucedido con los dragoncitos y los dinosaurios de la autora. La inteligencia, combinada con una sensibilidad exquisita, expandió las arcas de la literatura fantástica mediante estos dos seres en los que ningún creador del género había puesto mientes, tal vez por esa tendencia o padecimiento que nos impulsa a elevar siempre la mirada en pos de lo grandioso.
Quien espere hallar en El abrevadero de los dinosaurios un libro más sobre aquella manoseada especie de reptiles cuya extinción (cuentan que por hambre) ha dado de comer a tantos escritores, será la primera víctima del delicado sarcasmo de la autora. Se trata de otros dinosaurios. Para constatarlo no hay más que pasar la mirada sobre algunas de las setenta piezas que conforman la obra. He aquí un adelanto: “Los dinosaurios son criaturas muy especiales que no pueden contener sus deseos. Cuando alguno lo ha intentado, la represión, además de inútil y dañina, nunca ha sido duradera. Al final el deseo termina por escapar, transformado en un vampiro de luz”, (El bosque de los deseos). “El ser humano se diferencia del dinosaurio en que el primero, por muy liberal que se diga, en el fondo jamás perdonará que su prójimo sea distinto a él”, (Boceto de identidad). “Las grutas donde habitan los dinosaurios pueden ser de tres tipos: cerebrales, emotivas o durmientes”, (Habitat). “No metas tu hocico en el tazón ajeno: esta frase constituye la primera ley en el país de los dinosaurios”, (Boceto de identidad).
Publicado en La Habana, en 1990, un año antes de que Daína Chaviano se despidiera de su ciudad para radicarse en el exilio, El abrevadero de los dinosaurios es un libro que a pesar de haber logrado éxito inmediato entre el público de la Isla espera todavía un detenido examen de los especialistas. Narraciones de diversos cortes, reseñas, parábolas, crónicas, breves prosas poéticas, ajiaco de textos limpiamente hilvanados que se conjugan para intentar un rescate de las primigenias, las más auténticas resinas del sentimiento, lo configuran, a la vez que le otorgan un carácter peculiar.
Creo que clasificar esta obra, apretujarla en el corsé de un inventario, no resulta difícil. Ni muy productivo que digamos. Nos lo advierte una de sus propias piezas, el cuento Romanza ambigua, desafiante alegato contra nuestro afán por las definiciones. Así pues, me limito a ubicar antecedentes entre dos puntos bien distanciados en el tiempo, los estilos y las intenciones, aun cuando se retroalimenten como el oro líquido, por debajo de la corteza. En la raíz, Aristóteles, quizás Plinio, incluso Aristófanes. En el tronco, Borges, su insoslayable Manual de zoología fantástica, quizás el Estravagario de Neruda, y sin duda las Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar. Me dirán que el espectro es demasiado amplio, elástico. Debe ser que como al dinosaurio Verde Verde, no me parece importante definir con palabras lo que nació ya determinado por su naturaleza.
Mucho más me complace sugerir el estudio de este libro en tanto revelador y atractivo bestiario de la literatura latinoamericana. Y bien se sabe que no son pocos. También sería imprescindible dejar dicho que no sólo se trata de una obra amena, de gran aliento humanista, sino muy eficaz en sus detalles técnicos, con piezas como El melancólico o El raro, que representan joyas del relato breve, y con un manejo envidiable de la fantasía poética, al tiempo que una transparencia, tanto en las ideas como en el lenguaje, y un tono desenfadado, de fina ironía, que sitúa el nombre de su autora junto al de los notables del género en el continente.
Por su lado, País de dragones ratifica a Daína Chaviano como la muy sobresaliente escritora de literatura fantástica que desde hace tiempo es, aunque no sea únicamente eso.
Este libro recibió en Cuba, año 1989, el premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil “La Edad de Oro”, pero su autora no logró publicarlo hasta el 2001, pues al partir rumbo al exilio engrosaría la legión de los escritores malditos condenados a la gaveta dentro de la Isla, con lo cual las autoridades la privaron de un derecho previsto legalmente en las bases del concurso. Al final, tanto ella como la literatura cubana salieron ganando con el edicto prohibitivo, pues para su primera edición, en España, la obra fue enriquecida con tres nuevos cuentos, Diario de un alquimista, La voz de la isla y El guardián de los molinos. Por cierto, en este último, una pieza de inspiración quijotesca, el dragón protagonista dice algo que constituye toda una sentencia para los censores de su creadora y para todos los censores: “Si existe un hombre que defienda sus sueños contra el resto del mundo, eso significa que aún hay esperanza. Significa que el alma humana, a pesar de todo, sigue viva».
En total, son once las piezas que integran País de dragones. Un detalle capital para quienes gustan del encasillado es que se trata de un libro de relatos fantásticos, donde los protagonistas son siempre dragones, los cuales tampoco llevan el mismo apellido que los legendarios de China, toda vez que éstos “…tienen el poder del conocimiento y del vaticinio, de la vigilia atenta y de las pasiones sublimadas”. Y otro detalle todavía mejor para los lectores, es que estamos en presencia de una obra trascendental en su género.
“Estas son leyendas del tiempo en que los seres humanos y los dragones vivían juntos. En aquella época, las fronteras que hoy separan las naciones no existían. El mundo era un inmenso país de dragones”. Con tales palabras se nos condiciona para la lectura desde las páginas iniciales del libro. Y lo agradecemos. Creo que como nunca antes necesitamos dirigir la mirada hacia días mejores, hayan existido realmente o estén por existir.
Puede ser que por sí solos los libros no sirvan para encarrilar el curso de la historia, pero nos arriman la palanca. Además, ¿dónde podremos encontrar impulsos más efectivos que los que ofrece la literatura en momentos en que el hombre ya no es libre ni siquiera ante su conciencia? Costumbres, referencias culturales, simpatías y antipatías, pasiones, obstinaciones, supersticiones, esperanzas, temores, unidos a nuestra ignorancia natural, nuestra ingenuidad, nuestra soberbia, nos convierten hoy en reos de nosotros mismos, aun antes de que la maquinaria económica y política de la sociedad nos haga animales dependientes.