Abundan los escritores cubanos, más y menos conocidos, que han venido apostando desde hace años por el mero escenario de sus ficciones como ingrediente sine qua non para el éxito. No importa que sean pocos los que alcanzan una relativa acogida comercial (aunque no más que eso), ni que tal acogida obedezca mayormente a resortes extraliterarios. La tendencia mantiene su ritmo en ascenso. Incluso suele marcar pautas por las que se rigen las editoriales a la hora de seleccionar libros de autores nacidos en la Isla.
Si una novela aborda temas como el Período Especial, la prostitución, el homosexualismo, las “glamurosas” ruinas de La Habana, la santería, ciertos ambientes marginales, cierta chismografía, la participación de Cuba en las guerras africanas…, tal vez al autor no le haga falta nada más para ser publicitado con el benemérito de amigos y parientes.
Es una de las causas (sólo una) por la que nuestro panorama literario luce hoy tan insípido y socato como el pan de la libreta de racionamiento. Y aun va para mal, con la pertinente ayuda de las redes sociales, idóneas para condicionar hábitos de consumo festinadamente digeribles, así que ajenos y hasta hostiles a los reales valores de la cultura.
“La única razón de ser de la novela es decir lo que tan sólo la novela puede decir”, nos advirtió aquel checo que casi siempre tenemos presente pero de cuya frase elemental no hemos sabido aprovecharnos. Quizá por creer que la única razón de la novela que escribimos los antagonistas y críticos de la dictadura castrista es denunciar sus tropelías, corruptelas y miserias, pero sin escarbar en las entrañas subjetivas e inmateriales del fenómeno, como corresponde en esencia a la novela, sino mediante la simple descripción del reportero, el aleccionamiento del historiador y la trasnochada retórica del político.
Vale entonces la pena intentar que no pase inadvertida la publicación de una novela como Los dioses muertos, de Duandy Oscar Gómez, que esencialmente enfoca el desacuerdo con el régimen desde el prisma de personas que simpatizaron con él y que continúan sirviéndole obedientemente, aun cuando la crisis económica, precipitada por la caída de la URSS, ha cambiado la historia y les devela sin paliativos la inutilidad del sistema.
En esta novela, Premio de Narrativa Reinaldo Arenas 2018, auspiciado por el proyecto miamense Puente a la Vista, los personajes sueñan con salir de una situación de caos económico que les hunde en la desesperación, obligándoles incluso a pasar por alto los límites de la honradez. Sin embargo, ni por casualidad incluyen en sus sueños la esperanza de librarse de la dictadura totalitaria que es causa real y surtidor perenne de la crisis.
Soñar en vano es lo único que se les ocurre hacer para enfrentar sus calamidades. Porque los peores efectos de la debacle no son económicos sino morales. Y éstos no solamente les condenan a la inapelable miseria. También les condenan a no poder ni querer hacer nada contra la miseria. A lo largo de las 146 páginas de la novela –según la primera tirada de Puente a la Vista Ediciones–, hay apenas cuatro renglones que nos esbozan una idea de lo que pueden ser las tareas cotidianas del protagonista, quien, por lo demás, al igual que el resto de los personajes, invierte la mayor parte de su tiempo en lamentaciones, evocaciones y otras rumias amargas. He aquí cómo nos enteramos de lo que hace para enfrentar el hambre: “Esta mañana el trabajo se redujo a desmontar el sembrado de yuca, a desbrozar un montecito de aromas que empezaba a aparecer a un costado del naranjal. Cerca de las doce ya habían trabajado media jornada. Los días estaban muy soleados para trabajarlos completos y se fueron hacia la casa”. Las otras actividades que se relacionan con la búsqueda del sustento son el robo de una vaca y la prostitución.
En cualquier caso, lo que cuenta esta novela no es nada que no se haya conocido ya sobradamente a través de los medios de información. Lo significativo es la forma en que lo cuenta. Y en ello precisamente radica su mérito. Si quisiéramos promocionarla con la festinada tónica que antes mencioné, bastaría con anotar que narra las desventuras de un excombatiente de Angola que sufre un profundo choque emocional, acorralado por la pobreza del Período Especial, en un pueblo de la provincia de Sancti Spíritus, al centro de Cuba, exprimiéndose el cerebro y el corazón por la angustiosa partida de su hija, que se fue a Varadero dispuesta a convertirse en prostituta para turistas. Pero este hombre evita hablar sobre el asunto, tal como evita analizar las verdaderas causas del desastre que les rodea, pues, como bien afirma su esposa, él sabe que enfrentar el tema implica comprenderlo.
Así, pues, siguiendo la pauta de los buenos relatos, lo más efectivo que se cuenta en Los dioses muertos es lo que no se cuenta. Es esa atmósfera que domina tanto en los diálogos como en el lenguaje general de la novela, aun en los momentos más desgarradores. Son las inflexiones secas, contenidas, displicentes, evasivas de quien no llegas a saber nunca si no ve las cosas como son, o no quiere verlas, o no quiere admitir que las ve.
El autor ha tenido además el buen tino de no filtrar indicios de su posición personal ante la trama que desarrolla. Se limita a mostrarnos descarnadamente el paisaje espiritual y físico de Cabaiguán, un pueblo muerto, como Comala, presa de la miseria y el abandono. Sólo que a diferencia del pueblo de Rulfo, en el de Duandy Oscar Gómez ni los fantasmas se mueven. La gente está muerta en cuerpo y alma, paralizada por la tragedia.
Sin embargo, en esa forma en que los personajes se han dejado arrastrar por sus equivocaciones hasta la nulidad, creo ver sintetizado exactamente aquello que sólo una novela puede decir.