Tal vez no exageraba Coetzee cuando afirmó que mediante la música de origen africano los occidentales empezaron a vivir de una nueva manera dentro de sus cuerpos. Sobre la gente de Cuba podríamos decir aún más. Nuestros cuerpos fueron procreados con esa música adentro. Es marca de fábrica. Así que no resulta concebible que se nos identifique no digamos ya ajenos, ni siquiera apartados de ese don cultural devenido inherencia sanguínea. El legado musical de África es para el ente cubano lo que la décima espinela procedente de España ha sido para nuestra historia literaria: savia fundacional.
No por casualidad ambas influencias se entroncaron desde tiempos remotos en el punto guajiro o punto cubano, fruto alquímico que, pese a la marginación y al ninguneo elitista de tantísimos años, ha constituido –constituye- milagro irrepetible de nuestra cultura.
Me apena calcular la cifra de coterráneos (cientos de miles, o millones quizá) que nunca han presenciado una canturría, o que no sintieron por lo menos curiosidad frente a una controversia entre dos decimistas del patio, artífices del repentismo. Es el sortilegio de la poesía sintetizado en un espectáculo que a fuerza de ser auténtico, parece acto de magia.
Estoy lejos de ser chovinista. Ni siquiera me considero un buen patriota. Tampoco pienso, con Cicerón, que mi patria está en cualquier sitio donde me sienta bien. Más allá del pintoresco reduccionismo mental que impone este concepto, la patria, para mí, no sobrepasa los límites de un minúsculo grupo de seres entrañables, o de algunos sitios de La Habana y algún que otro recuerdo o rastrojo de olvido, sumas mermadas por infinitas restas, como diría Pitol. Sin embargo, entre esos escasos atributos a través de los que todavía me sorprendo a veces sintiéndome orgulloso de ser cubano, se halla el punto guajiro y la décima en tanto expresión poética, sea improvisada o escrita, cantada o impresa.
Y doy fe de que ese arraigo se lo debo particularmente a un hombre: Francisco Riverón Hernández. Un inmenso poeta. Por más que nunca utilicé el determinante indefinido “un” para referirme a él. Para mí siempre ha sido El Poeta. Aunque no sea el único gran poeta cubano que admiro. Pero fue el primero que me abrió los ojos, me afinó los oídos y me expandió el espíritu al revelarme la maravilla de sus versos y del arte poético en suma.
Ahora también me sería difícil -y descorazonador- calcular la cifra de coterráneos para los que el nombre de Riverón puede sonar irrelevante, o hasta desconocido. Ojalá no sean tantos como sospecho. Ello, desde luego, no disminuye en modo alguno la trascendencia de su obra. En todo caso es otra prueba del sesgo de provincianismo y desmembración cultural que marcó desde siempre nuestra historia, y más en las últimas décadas.
Porque a pesar de que el punto guajiro está reconocido por la UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, y no obstante el relieve concedido a la décima por algunas pocas aunque eminentes figuras de nuestra cultura, como Lezama Lima, quien la cultivó sin sonrojos y además la situó en perspectiva dentro de su Antología de la poesía cubana, lo cierto es que los críticos y en general la mayoría de nuestros escritores y otras personas presumiblemente cultas, no han dejado de mirarla por encima del hombro. Tal vez porque la asumen como un género menor, o como una rústica antigualla, o como expresión folklórica distante y ligeramente emparentada con la poesía.
Yo tuve suerte. Disfruté la ventaja de acercarme a la poesía mucho antes de asistir a las aulas universitarias, y sobre todo antes de que me embutieran de tanta estrofa ramplona y tediosa en aquellos talleres literarios. Ocurrió en mi adolescencia. Vivía entonces en el barrio de Cocosolo, en Marianao, donde un vecino (bastante mayor que yo aunque aún joven) poeta vallejiano, decimista e incondicional entusiasta de Francisco Riverón, empezó por recitarme de memoria los versos de El Poeta, y luego tuvo a bien prestarme algunos libros suyos. No recuerdo haber recibido, antes ni después, otra experiencia tan reveladora. Al punto que decidió mi futuro como impenitente lector y emborronador de cuartillas.
Es que la poesía de Riverón resulta inspiradora. En su obra reconozco muchas de las mejores décimas que se han escrito en Cuba. No fue el único género en que expresó su singular talento, pero personalmente no le encuentro paralelos en el vasto catálogo de decimistas de primera fila que han prestigiado nuestro panorama literario en todos los tiempos.
Con más razón que un santo, el poeta cubano Luis Mario nos advirtió que la sencilla mención del nombre de Riverón conduce a evocar todo el encanto que pueda caber en una décima.
Ni más ni menos. Nadie como él supo mantener el equilibrio entre el imperativo de renovar el género, sobreponiéndolo al estatus de sus inicios como simple versificación anecdótica, pero sin recargarlo con el excesivo rebuscamiento de metáforas que padecería después. Nadie como él, que yo sepa, fue capaz de revalidar la décima (tanto improvisada como escrita) colocándola entre el clasicismo y la modernidad, o sea en la balanza de lo genuinamente culto. No en balde también apuntó Luis Mario que supo vestir de largo a la décima guajira para presentarla en los salones de La Habana ilustrada.
Por si fuera poco, nadie que no fuese Riverón habría dotado con igual fineza a un adolescente huraño como yo para amar y hacerse amar por las mujeres. Y eso sí que ya es mucho decir.