No son insustanciales ni pocos los aportes que de nuevo este año Neo Club Ediciones tributó a la cultura cubana. Pero entre ellos sobresale, sin duda, la reedición de El carnaval y los muertos, de Ernesto Santana, una novela que no obstante su particular excelencia –o precisamente por eso- fue tachada como fruta prohibida para el lector de la Isla.
Formalmente, El carnaval y los muertos cuenta el drama de un habanero veterano combatiente en Angola, que está enfermo con SIDA y que resuelve fugarse del sanatorio-prisión donde lo han recluido para ir a pedirle perdón a un amigo. Sin embargo, en vez del eje central de la novela, este personaje parece ser una especie de coartada, útil para cristalizar las ingeniosas esencias de la trama, destinadas realmente a la exposición de la incapacidad para comunicarse que sufren todos los que transitan por ella.
Más que un personaje principal, y más que La Habana como escenario, en la novela destaca una idea, contenida en la representación de los habaneros como androides a los que ese arrasador drama histórico que es el fidelismo ha incapacitado para interrelacionarse, para confiar unos en los otros y para prodigarse en el afecto espontáneo. Y es como son recreados por Santana, sobreviviendo tan vinculados como hostiles entre sí, presas de un resquemor condicionado por las circunstancias que les vinculan.
Así, pues, el infeliz guerrero de Santana se proyecta empeñado en demostrarnos que entre los habaneros de estos tiempos la comunicación no es sino mera apariencia, espejismo mal disimulado por los estereotipos al uso, el de la alegría y la superficial cordialidad carnavalesca entre ellos. Incluso el propio carnaval no pasa de ser una sutil máscara en el título. Cuando buscamos su peso específico dentro de la trama, nos damos cuenta de que apenas prefigura un pliegue sombrío de la realidad que le sirve de escenario.
El carnaval es lo que pasa allá afuera, allá abajo, pues la primera línea narrativa de El carnaval y los muertos transcurre casi todo el tiempo en un apartamento, en altos, de un edificio situado frente al Malecón. Y en esa dicotomía, presencia-ausencia del intercambio entre la gente, se entretejen las distintas capas que envuelven la semilla del relato.
La muerte, por su lado, no se presenta como fin o dramático destino, sino como una suerte de desiderátum ante el bochornoso vacío y la sin razón de la existencia. Es lo que menos importa, diríamos. O no tanto como el riesgo que implica para los personajes conocerse e interconectarse cabalmente. Por ello prefieren espiarse, o intuirse, en el mejor de los casos. Los verdaderos muertos parecen ser los vivos en El carnaval y los muertos.
Para redondear la singularidad de su obra, Santana tuvo a bien valerse de un estilo donde se consustancian –rara pero afortunadamente- lirismo y crudeza, transpiración popular y lenguaje cultivado, formas convencionales de narrar y hallazgos de alto vuelo poético.
Hace ya casi una década, El carnaval y los muertos fue honrada con el Premio Novelas de Gaveta Franz Kafka, que se otorga en la República Checa. Pero a pesar del tiempo transcurrido, son muy escasos los lectores que conocen este libro dentro de Cuba, debido a la tenaz y estúpida prohibición por parte de los censores del régimen. De modo que por el momento, su lectura es otro de los privilegios que nos toca en suerte a quienes vivimos en el exterior. Un privilegio triste, ciertamente, pero no por ello dejaremos de disfrutarlo.
Texto perteneciente al número 14 de la revista Puente de Letras, de próxima aparición. Presentación del libro en el XI Festival Vista de Miami.