‘El hueco’, novela de Ana Rosa Díaz, ya en Amazon

 

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Siempre hemos sospechado que la tierra es plana, que las imágenes mienten, los proverbios chinos se equivocan. En una realidad constituida por palabras, pocas finalidades se consiguen sin ellas. En tanto pudiéramos imaginar un mundo de ciegos (de alguna manera lo es) no resulta viable suponer uno en el que todos seamos mudos, desprovistos de lenguaje. Recordemos que el castigo a la primera gran obsesión colectiva no consistió en ver menos. Fue confundir las lenguas, distorsionar el verbo. Torre de Babel, caos hasta hoy, comienzo de la literatura.

No se dice Te amo o Te detesto con la mirada.

Basta de pamplinas.

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Para caer en el hueco primero tiene que existir El hueco. Para salir de esa y de cualquier otra oquedad, física y metafísica, tendríamos que desearlo, decirlo, escribirlo. Y comprar una escalera, un libro. Voluntad y dólares. Así se llama el último capitulo de la humanidad. La novela de Ana Rosa Díaz Naranjo (Albita) es cínica ad nauseam. Lo es porque se mueve  a voluntad en esas zonas que, como buenos poscatólicos, siempre ocultamos con mayor ahínco. Aquí hay la exposición de una telaraña tejida por los protagonistas con la meticulosidad del rencor, la envidia y el deseo frustrado, en las dosis que todos poseemos y fingimos no poseer. Aquí está la sacramental familia. Una cualquiera, escogida a dedo, sin filtros ni maquillaje. Dice un verso de Lezama: Aquí llegamos, aquí no veníamos, y me vale al cien por cien para comentar lo que la novela de Albita describe: en qué montón de mierda puede convertirse el ser humano. Cuánto esfuerzo invierte en ocultar las consecuencias, cuando sería tan simple, tan placentero, tan HUMANO, no deleitarnos en la sistemática aplicación de las causas.

Eso creo.

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En El hueco nadie escapa del hueco. La crueldad es acarreada a espuertas. Pero como antes advertí, la autora no es culpable de nada, ni siquiera los múltiples y muy bien estructurados personajes-narradores que sostienen, ahondan, complican el discurso. Hablé de telaraña y vuelvo sobre la imagen: cada hilo viscoso, cada celda, incluye un genoma vinculante, un trauma comprometedor. Insisto: nadie escapa. La persona más ingenua que nos encontremos en esta confabulación, disimulaba, hasta la salida de este libro, “secretos” considerados “espeluznantes y que, en nosotros, son solo rutina de un breve tiempo a esta parte. Digamos, desde Adán y Eva hasta la niña de seis años que, ataviada como una chica de compañía (véase puta), pasa ahora mismo por la calle. No miento. Puedes asomarte.

¿Viste?

Te lo dije.

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Un componente muy digno de destacar de El hueco, es que, en un contexto literario de temática netamente habanera como el nuestro, sobresale la presencia de un personaje más: la ciudad-monte. La sinécdoque por excelencia de la ciudad-monte en Cuba, no cabe discusión, es Las Tunas. Así, que quienes la conocemos de veras asumimos sin énfasis el diseño del Siglo XXI en estas páginas y geografía, real irrealidad real. El deslumbramiento por tecnologías que hoy son obsoletas en Haití, pongamos por caso. La connivencia del trabajo rural (ineludible, sí, estimados-amigos-que-gustan-hablar-de-lo-que-no-saben. EMBRUTECEDOR también, estimados-amigos-que-gustan-hablar-de-lo-que-no-saben. Lo dice alguien que sabe) y las imágenes, no más que las imágenes, de una vertiginosa y posmoderna y absurda vida contemporánea, la cual odiamos porque deseamos, y viceversa, como hacen y hacemos y negamos siempre, animadversión y deseo hacia todo y todos y a sí mismos.

Los personajes de El hueco.

Las personas en el hueco.

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Y vaya que reímos. Esta novela destila sentido del humor. Finamente bordado por alguien que conoce el drama literal y cómo procede, nos sacude en fuertes rachas que, lejos de refrescar, soliviantan  el sabor amargo por la persistencia del estupro, el voyeurismo, en fin, las parafilias sexuales resultado de la insatisfacción sexual resultado de normas sociales resultado de la conveniencia y no de, ¡ejem!, los sentimientos. El humor, digo, es más cruel, si cabe. La tetrapléjica y adorable viejecilla no es la tetrapléjica y adorable viejecilla del asqueroso lugar común. El sonriente y travieso niño de cachetes sonrosados, ibídem. Son monstruos. Nos reímos ante el teratológico espectáculo porque nosotros también formamos parte del show. O en determinadas circunstancias ejecutaríamos con perfecto donaire similares actuaciones. Pero líbrenos Dios de admitirlo. Sigamos oteando hacia la calle, por la que también pasan borrachos incestuosos, madonnas pervertidas, jefes corruptos.

Lo normal.

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La lógica del El hueco no es cerebral, es nerviosa. No denuncia, no pontifica, no sustituye el periodismo en un contexto carente de periodismo. Es una fotografía sin manipular. Una novela. Literatura que, como todo arte, acaba siendo una biografía del género al que pertenecemos. Carnavalesca y arrollante, traumática y cotillera hasta el delirio, presume de unas secuencias no comunes en nuestras letras, donde tan poco o tan mal se ha leído a Severo Sarduy y Virgilio Piñera. Yo me la juego con este libro, que más que libro se convierte, desde dentro,  en un descarado estudio de los procesos grupales en los últimos sesenta años. Advierto una vez más sobre el poscatolicismo en la sacramental (incestuosa) familia. El supuesto y baboso patriarcado donde probable y subrepticiamente siempre, o al menos en las últimas seis décadas, haya existido una extraña y no saludable forma de matriarcado. Desde mi hueco personal (no os asoméis: os veríais reflejados) estaré al tanto de las peripecias de El hueco. Probablemente odio reciba más que indiferencia. Muy bien. Ese enemigo que aborreces y atacas y contra el cual conspiras y pones tropiezos y creas calumnias, se llama espejo. Lo que hagas, te lo devolverá a cambio.

Seas quien seas.

Hagas lo que hagas.

Ay.

7

Dice la Biblia que un ciego no puede guiar a otro ciego, pues ambos caerían en el hoyo. Ana Rosa Díaz Naranjo, Albita, con su luz (talento), examina este cubo de basura que nos vendieron a precio de oro (la vida), y al cual nos aferramos torpe y desesperadamente. Quizás al leer  El hueco no consigamos salir. Pero podremos mirar arriba. Allí, al alcance de la mano y las palabras, veremos un círculo azul. Desde Adán y Eva hasta la niña que pasa por la calle vestida de niña, el hombre y la madonna impuramente puros (el jefe incorruptible no ha llegado), se le llama Cielo. Mira bien. Está ahí. Más cerca. Un poco más.

¿Viste?

Te lo dije.