En 1975 tuvo lugar en Madrid el Congreso de Literatura Iberoamericana. Asistí, melancólicamente dispuesto a aburrirme como un enano. Y lo logré. Oír hablar de literatura puede ser muy ameno en una tertulia de café, pero letárgico en una sala universitaria. En el café impera una amable camaradería y el comentario no pretende ser otra cosa que superficial. Pero ocurre que lo valioso de la literatura es precisamente lo superficial. Lo que está escrito ahí y yo leo u oigo y me entero. La «estructura profunda» –por emplear la jerga de los gramáticos de turno– importa un bledo.
Cuando la crítica literaria dejó de ser un alegre chismorreo se echó a perder. La convirtieron en «ciencia». Con unos métodos muy sesudos, unos señores respetables se escribían un tomo de seiscientas páginas sobre la estructura de un soneto de Petrarca. Al estructuralismo se deben algunos de los libros más soporíferos de la historia de la imprenta. ¿Ha visto el lector «un análisis tagmémico» de alguna obra literaria? Si lo ve, huya despavorido. Es algo horroroso. Un crimen de lesa diversión.
¿Por qué se ha perpetrado el estructuralismo y afines en la crítica literaria? Porque existe en los medios académicos la maldita tendencia a sistematizarlo todo. La literatura no es ciencia. Un escritor no es un ingeniero y es absurdo reducir a esquemas el producto de su trabajo. La literatura sólo sirve para ser leída y para brindar diversión. Por diversión entiendo desde admiración ante el ingenio cerebral de un Quevedo hasta cólera ante los apasionados alegatos de un Solzhenitsyn. Diversión es todo el abanico de respuestas anímicas al estímulo literario. De niño me parecía estúpido que me pusieran a contarle las sílabas a los sonetos, y de universitario ratifiqué la misma sensación.
Ese «saber» es inútil, gratuito y absolutamente intrascendente. Un oficio de bizantinos.
No obstante, como dicen los gringos, el show must go on. El bendito Congreso de 1975 se repitió mil veces y con éxito parecido. Con gran seriedad, un señor muy serio y muy calvo volvió a tomar una tiza y explicó con numeritos, rayas y llaves lo que Cervantes dijo en su novela. Me imagino que el buen manco se quedaría estupefacto ante el alucinante pizarrón.