El humor en la contrahuella

 

Al mejor cazador se le escapa una liebre. Aun cuando se llame Roberto Bolaño y haya ocupado para muchos (entre los que me incluyo) el cenit de la literatura hispanoamericana en las últimas dos décadas, por lo menos. El genio creador de Bolaño era una torrentera luminosa: novelas, relatos, poesía, ensayo, reseñas críticas… sin irregularidades, o casi, en los niveles de excelencia. Sobre todo en los últimos años de su vida, cuando parecía escribir bajo perenne estado de gracia, porfiando feroz e inútilmente contra el fin anunciado. La vastedad de algunos de sus principales libros y las circunstancias en que fueron escritos, no impidieron su consagración por voto unánime como el más celebrado narrador de ficciones de las letras hispanas en sus días. En cambio, como ensayista o crítico o conferencista sobre temas literarios –en los que también fue brillante-, llegaría a cosechar tantas refutaciones como anuencias. La manera incisiva, desparpajada incluso, de lanzar sus verdades, o sus vehementes pareceres, sin reparar en convencionalismos, ni en pautas históricas, ni en obras y figuras elevadas al panteón de los incuestionables, no sólo demostraría su valor como artista y ser humano, también iba a poner en evidencia la vulnerabilidad de algunos de sus criterios, a veces aireados ad líbitum, contra reloj, o bajo los desbordamientos de la pasión.

Entre tales resbalones conceptuales alinean ciertos juicios sobre literatura cubana, vertidos en el ensayo El humor en el rellano, donde se lamenta de la carencia del ingrediente humor en los libros de los más reconocidos escritores de la América hispana. Empezando por los clásicos, quienes –dice- sacrificaron el humor a costa de un romanticismo cursi y aleccionador, o en algunos casos de denuncia, razón por la que han resistido mal el paso del tiempo. “Es en el siglo XX –agrega Bolaño- cuando el humor, tímidamente, se instala en nuestra literatura. Por supuesto, los practicantes son una minoría. La mayoría hace poesía lírica o épica o se refocila imaginando al superhombre o al líder obrero ejemplar o deshojando las florecillas de la Santa Madre Iglesia. Los que se ríen (y su risa en no pocas ocasiones es amarga) son contados con los dedos”.

Tiene razón en cuanto al componente de amargura que tipifica el humorismo empleado por algunos escritores latinoamericanos. Pero no la tiene en otros detalles. Principalmente en eso de que se pueden contar con los dedos los que en el siglo veinte incluyeron el humor entre sus recursos más iterativos. Es verdad que los pocos mencionados por él como excepciones resultan modélicos. Pero son más los que no menciona. Sin contar a los que excluye festinadamente, como es el caso de Reinaldo Arenas. 

Cuando comencé a leer este ensayo de Bolaño tuve la impresión de que incurriría en el descuido de no valorar el trascendente peso de los escritores cubanos en lo que atañe al uso del humorismo. Temía incluso que aun cuando se refiriese a la literatura latinoamericana en su conjunto, estuviera pensando parcialmente en la del cono sur. Pero no. Pronto iba a constatar que citaba a Martí, con razón, entre los grandes cuyas obras carecen de humor. Sin embargo, olvidaba (o no le interesó) citar a otros ilustres de la Isla que sí apelaron frecuente y eficazmente a este recurso. Y no era todo ni lo peor. Para mi perplejidad, vi que había ubicado a Reinaldo Arenas entre los autores que desestimaron el humor por dedicarse, según él, a contemplar hechizados el destino del continente.

Así, pues, El humor en el rellano descuella entre los pocos textos desafortunados de Bolaño. Y no solo por lo que su autor afirma, niega o ningunea en torno a la literatura cubana. Tampoco hace justicia a su lucidez y a su erudición al desgranar ciertas valoraciones sobre la presencia del humor en el panorama literario de otros países de la región. Pero aun cuando hubiese acertado con estos últimos, son tantas y tan evidentes sus pifias en lo concerniente a Cuba, que bastan por sí mismas para desvalorizar el ensayo.

Podríamos pasar por alto que no le apeteciera reconocer la temprana influencia del costumbrismo como vehículo para la cristalización del uso del humor en la narrativa hispanoamericana, y muy particularmente en la de Cuba, ya que no en balde fue en nuestro país donde apareció (en 1852) la primera antología del género que vio la luz en América. Igual resulta más o menos dispensable que no mencionara ni de pasada algunas obras de autores nuestros en las que, ya en el siglo XIX, sobresale el humor como constante, tal y como ocurre en varias novelas y relatos de Ramón Meza. Así como en otras de las primeras décadas del siglo XX, pongamos las de Miguel de Marcos.

Reprochable también puede ser -y más en su caso de escritor sin humos academicistas ni sectarios- que no haya contemplado a la décima guajira de Cuba como una manifestación poética de muy resonante alcance, cuya estela ha marcado notablemente la obra de no escasos escritores llamados cultos, y cuyo sustancial aprovechamiento del humorismo como recurso llegó a extender irradiaciones hasta el mismísimo José Lezama Lima, a quien, por cierto, tampoco menciona Bolaño, quizá por creer, tan equivocadamente como muchos, que su insigne densidad cerró las puertas a la gracia criolla.

Pero que Bolaño desconociera las décimas humorísticas escritas por Lezama, y que ignorase sus derivas de jodedor cubano arropado con himatión de clásicos linos, es algo que también se le podría dispensar. Lo que me parece indigerible (por ser un despropósito sin pies ni cabeza) es que haya pasado por alto a Virgilio Piñera y a Cabrera Infante a la hora de nombrar a los grandes escritores latinoamericanos que constituyeron excepción, según él, en la práctica permanente y venturosa del humorismo.

El hecho de que no incluyera a esos dos grandes en su selección de los que se pueden contar con los dedos, deja una puerta abierta para la disparatada posibilidad de que los considerase dentro del grupo de los que “se refocilan imaginando al superhombre o al líder obrero ejemplar o deshojando las florecillas de la Santa Madre Iglesia”. Y ese sí que sería un buen chiste. Quizá el mejor entre los que aportó Bolaño a la literatura hispanoamericana.

No es que uno pretenda acreditarle intenciones que no tuvo. Muy al contrario. Pero casi nos deja sin alternativas. Sobre todo después de haber comprobado la forma punto menos que alucinatoria en que entrevió a Reinaldo Arenas serio y hechizado ante el destino.

Puestos a tomar las cosas por este lado especulativo y hasta lúdico, también podríamos conjeturar que optó por no incluir a ninguno de los tres para no verse obligado a extender su ensayo, pormenorizando acerca de las diferentes clases de humorismo que practicaron.

Destrenzar las raíces que enlazan subterráneamente el humorismo de Cabrera Infante, acibarado, triste y hasta depresivo en ocasiones, de sátira y retruécano, de maroma verbal que logra su apogeo subvirtiendo el idioma; con el humor burlesco y procaz de Arenas, con esa acritud que mina sus chistes, apesadumbrados, satíricos, desafiantes, implacablemente aguafiestas; y luego emparentar el humorismo de ellos dos con el de Piñera, chota, alucinante, paródico, grotesco y elevado a su máxima potencia en el tratamiento del absurdo, exigiría demasiado tiempo-nalga y todo un libro posiblemente más extenso (aunque mucho menos aburrido) que El Capital y La sagrada familia juntos.

Y aún no sería todo. Porque también resulta imprescindible añadir a Severo Sarduy, a quien, por razones absolutamente inexplicables, Bolaño tampoco insertó en su restringida selección de notables escritores de Latinoamérica que apelaron al humor como herramienta de primera mano. Si creyéramos lo confesado por Sarduy en varias entrevistas (pero ya se sabe que la mayoría de sus confesiones no eran sino intentos de jugar con el público), él solía bailar mientras escribía. Que fuera cierto o no, es algo que carece de importancia, toda vez que esa confesión fue un buen modo de introducirnos en las esencias festivas, paródicas, de chanza y desacralización que caracterizó su estilo literario.

Según otra confesión pública de Sarduy (en la misma cuerda pero más creíble que la citada anteriormente), su objetivo al escribir no era contarle historias al lector, sino proporcionarle placer. Freudiano hasta donde podía serlo, dado su carácter, siempre demostró tener clara la validez del humor en tanto mecanismo de defensa no sólo para quien lee, también para el que escribe. Así que se entregó a la jocosidad sin frenos, poniendo a un lado cualquier reparo ante pinceladas fútiles y frívolas o pintoresquismos carnavalescos. Lo suyo era echar garra a todo lo que fuese útil para divertirse y divertir, sin que ello implicara el menor desliz a la hora de abordar los asuntos serios y trascendentales.

Por más que Bolaño no haya querido utilizar los dedos de las dos manos para contar a los grandes escritores hispanos que enriquecieron sus páginas con frecuentes apelaciones al humor, no es posible entender por qué no señaló a Severo Sarduy, digamos con uno de los dos o tres primeros dedos. Otro tanto habría que decir sobre Piñera, Cabrera Infante y Arenas. Claro que apreciado el asunto con mayor rigor, reconoceríamos que ni aun utilizando las dos manos le hubiesen alcanzado los dedos para señalar a todos los escritores cubanos del siglo XX que también merecen engrosar la selección.

Nicolás Guillén, mediante la puesta en órbita poética del humorismo callejero y solariego, muy en especial de los negros. Onelio Jorge Cardoso, que otorgó categoría estética al humor llano, a veces cándido pero siempre ocurrente y agudo, del guajiro cubano. Héctor Zumbado, menos conocido que los otros en el entorno internacional, pero arrasadoramente aclamado en la Isla como uno de los mayores representantes de la regia estirpe del humorismo nacional, afincado en las tradiciones de la picaresca y el costumbrismo.

Es una suerte que en estos primeros años del siglo XXI haya surgido alguna que otra iniciativa de carácter independiente para no permitir que la indolencia y tal vez el resquemor de la cultura oficialista en Cuba eche tierra y dé pisón sobre la obra de Zumbado, artífice de la sátira social, enhebrada con humor fino y con una ironía sui géneris, que filtra el gracejo popular en las corrientes de la alta cultura y que fue azote para la fosilizada y tan dañina burocracia cubana de las últimas décadas. Sus libros son una decena de obuses apuntando directamente al corazón de la dictadura castrista. Algo por lo que -como sabemos- debió pagar con su salud y con su vida, aun cuando nunca quedaran (y al parecer no quedarán) esclarecidas las pruebas. En cualquier caso, ahí está la obra, monumento vivo a la suma ingeniosidad y a la rica simbiosis literatura-humorismo.

Y no es la última ni la única que podríamos citar, puesto que todavía hoy (a pesar de los pesares) esa simbiosis continúa siendo un surtidor inagotable, tanto para nuestros escritores que residen –resisten- dentro de la Isla, como para los que viven desparramados por los más diversos rincones del planeta. Un ejemplo, por citar solo uno, el más revelador, es Ramón Fernández Larrea, fruto arquetípico y realmente insólito de la consustanciación entre el gran poeta y el gran humorista, sin que resulte posible (ni siquiera deseable) precisar dónde termina uno y comienza el otro, y mucho menos hasta qué límites y en qué medida ambos logran complementarse armónicamente.  

En fin, después de repasar grosso modo el quehacer de este grupo de escritores de Cuba, sobresalientes en el universo hispanoamericano gracias al humor como ingrediente básico de sus libros, es imposible no experimentar al menos extrañeza ante El humor en el rellano. Tal vez Bolaño no se tomó el asunto muy en serio. Ello aclararía en parte que asumiera el humor como un simple rellano en la escala de la literatura continental, dejando ocultos tras la contrahuella del primer peldaño a muchas de sus más altas luminarias.

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José Hugo Fernández
El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “La que destapa los truenos”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Trabajó como periodista independiente en La Habana durante más de 20 años. Reside actualmente en Miami.