A la vieja frase de «los árboles no dejan ver el bosque» habría que añadir otra: «hay libros tan buenos, que matan a su autor».
La obra come al padre. O por lo menos lo oculta, se coloca por delante, como un paraban, y se roba la cámara y la primera página. Si quien la escribió alcanza a presenciar el parricidio, posiblemente acaba por arrepentirse de aquel éxito que ha matado no sólo al padre, sino a todos sus otros hijos. A Zorrilla en vida lo aplastó Don Juan Tenorio. Después de muerto, el personaje siguió vivo y coleando todavía.
Recuerdo la cólera con que Enrique Larreta hablaba de La gloria de Don Ramiro hacia el final de su vida. «Es una cruz que llevo encima desde hace mucho tiempo –decía–. ¡Nadie le hace caso a mis otros libros!». Otro tanto pudieron decir Ricardo Güiraldes, Rómulo Gallegos, Juan Ramón con su Platero a cuestas, y un buen número de autores cuyos nombres fueron sustituidos por los de los hijos de su invención. Paradójicamente, a la manera de Unamuno, puede afirmarse que los personajes de la fantasía sacaron de la escena al autor del drama acaso porque en realidad el autor no existía hasta que no puso en pie al personaje. La ficción acaba casi siempre por vencer a la realidad.
Pienso en Cirilo Villaverde y en su hijita llamada Cecilia Valdés. Para siempre se ha quedado reducido o aprisionado un hombre de tanta imaginación, de tanta obra bella, entre las páginas de una novela que sí, posiblemente sea su mayor logro, pero no es justo recordar al gran pinareño solo por la estupenda pintura de la sociedad cubana de su tiempo hecha de mano maestra en La Loma del Angel.
Es cierto que esa novela figura, o debe figurar, entre las primeras, si no la primera en su género en toda la América de habla española. Esto, si nos referimos a la publicación de la primera parte. Porque es bien sabido que Villaverde tuvo una vida tan agitada y tan llena de inseguridad –como a Martí, el patriotismo lo embriagaba– que solo cuarenta años después de publicada la primera parte escribió y publicó la segunda. Un lapso de cuarenta años en literatura suele ser fatal para la fijación de prioridades.
Pero el valor de Cecilia Valdés no es de cronología, sino de sociología, de historia novelada. El tema del incesto era casi obsesivo para Villaverde, porque desde sus años juveniles escribió cuentos con este asunto como nudo de la narración. Los méritos literarios en sí de la obra están más que estudiados, y yo diría (si no hay alguna perrita chihuahua que me muerda) que están bastante exagerados. En lo literario en sí, yo encuentro en la obra de Villaverde muchas páginas verdaderamente excepcionales. Es a eso a lo que me refería al comenzar, y es para decir esto, precisamente, para lo que tecleo estos renglones. Villaverde como pintor del paisaje cubano, de la prodigiosamente bella naturaleza de Pinar del Río, es insuperable. Uno realmente viaja con él. Y esto no tanto en su deliciosa Excursión a Vuelta Abajo como a lo largo de cuentos y novelas suyas opacadas o totalmente borradas por la figura de Cecilia.
Lo que pretendo con estas pocas líneas es llamar la atención hacia el otro Villaverde, hacia el autor de El penitente, El espetón de oro, que parece un cuento de Horacio Quiroga o de Ventura García Calderón, de La peineta calada, en torno a Plácido el peinetero; La joven de la flecha de oro, la breve población de personajes retratados en Dos amores, donde por ciertos rasgos psicológicos parece estar en la casa de Bernarda Alba. A quienes el morbo «les va», como dicen en España, el Villaverde menor les ofrece un banquete. Ese mundo atroz es también muy del guajiro cubano.
Es muy rico y sustancioso el cuerpo literario extra-cecilia que guarda en sus baúles Cirilo Villaverde. Él mismo habló de sus lecturas de Walter Scott, de Manzoni, de Chateaubriand, de modo que no hay que romperse la cabeza buscándole antecedentes y guías. Como escritor de raíz, hacía suyo lo que asimilaba, lo que aprendía, añadiendo siempre lo propio, ese punto personal que aflora cuantas veces topamos con alguien, novelista, pintor, músico, que sabe apoyarse en los hombros de un maestro para dar su propio salto, su palabra personal y propia.
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Cortesía de El Blog de Montaner