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Sin lluvia no hay arco iris

 

Qué manera de llover. Como en Macondo. Aunque entre Macondo y Alamar naufragó el realismo mágico, no por los excesivos simbolismos de la lluvia, sino por falta de alcantarillas.

Cuando le pregunté a Verónica Vega por qué llueve tanto en su novela El arte de respirar, la respuesta me descolocó. Esperaba ese tipo de alusiones que han inundado la literatura desde el diluvio bíblico hasta hoy. La lluvia en tanto inagotable proveedor de sinestesias. Triste, melancólica, intimista, dolorosa, erótica, desoladora, catártica, depurativa, angustiosa y aun aterradora cuando cae sin control y lo desborda todo. “Tiene que llover a cántaros”, cuentan que cantaban los revolucionarios de mayo del 68. Así que nada de extraordinario (ni de reductor) habría en el aprovechamiento de esa múltiple capacidad metafórica de la lluvia como ingrediente de una novela cubana de estos días, cuando en la Isla no escampan las malas nuevas, mientras la gente se aferra, inútilmente, a la ilusión de evadir el aguacero debajo de techos agrietados y sombrillas rotas.

Pero en El arte de respirar, segunda novela de Verónica Vega (Hypermedia, 2019), la lluvia cae sobre Alamar por gravedad, puesto que no puede llover hacia arriba. La autora ha confesado que no buscó el amparo de su versátil funcionalidad como metáfora. O al menos no a conciencia. No lo necesitaba. Sencillamente porque Alamar –vitrina habanera del desbarranque fidelista- ya tiene bastante con ser lluvia: “Hay un problema serio con el alcantarillado –sostiene Verónica- y la lluvia fuerte o continua obstruye las calles, es como un cerco adicional. Sentí que era la expresión del acorralamiento que experimentamos”. O sea, que la sinestesia se creó sola, por fuerza de natura.

Ello no significa que a Verónica no le guste la lluvia, o que no le resulte inspiradora. Y más que la lluvia, tal vez el agua, en general. Por algo ha residido muchos años en la costera Alamar, y no gratuitamente se define como admiradora de Virginia Woolf, quien vivió y murió obsesionada por el agua. Así que no sorprende que fuese notada la influencia de Woolf -particularmente de su novela Las Olas– en esta obra de la autora habanera.

Ella misma ha reconocido la plausibilidad de su deuda con Las Olas. No pensaba en esa obra mientras escribía –me dijo-, pero en algún momento se dio cuenta de que los sedimentos de su lectura pudieron conducirla a la utilización del monólogo interior como un recurso dominante en el esquema de El arte de respirar. En realidad, no es la única coincidencia. Hay por lo menos otras dos fácilmente apreciables: la ya mencionada ubicuidad del agua y el carácter coral de ambas novelas, pues en una y la otra son seis los protagonistas o las voces encargadas de sostener el desarrollo de la trama.     

Sin embargo, más allá o más acá de estas concurrencias, no comparto personalmente el criterio de quienes asumen como decisiva la gravitación que ejerce la novela de Woolf sobre la de Verónica. Si bien puede aceptarse que el ascendiente es básico, creo que no trasciende la base, el fundamento, las esencias. De hecho, los rasgos formales (pero sobre todo los de contenido) que distinguen a las dos novelas son mayores en número y más sustantivos que sus coincidencias. También son diferentes sus respectivas atmósferas.

Ni siquiera considero que en el Arte de respirar sean seis los personajes principales. Pues aunque la estructura fuera concebida para seis, ocurre que esos protagonistas, a través del fluir de sus conciencias recrean o reviven en la práctica a otros personajes de no menor importancia para mover la acción. Los pensamientos irradian, se contagian, tal como se afirma en alguna parte de la novela. Y a partir de tales irradiaciones cobran destino propio e importancia determinante otros seres cuyo papel no me ha parecido secundario.

Claudia, joven acorralada entre un embarazo que no desea y la insufrible perspectiva del aborto, orbita con malos recuerdos en torno a Elio, dándole especial relieve mediante sus pensamientos. Una niña y su abuela otorgan existencia material a la madre y al padre de la niña, ausentes sólo en el plano físico. Esa misma abuela observa a Benito, su antiguo marido, mientras rememora el desastre de su vida en común, otorgándole al sujeto un peso específico en la novela. La niña, por su lado, “ve” a un muchacho que nadie más puede ver, pero cuya inmaterialidad no le resta fuerza dramática de primera línea. Está Vincent, fruto del Período Especial (así que balsero de trechos sin consumar el hecho), quien recrea a su madre admiradora de van Gogh y a su padre balsero de hecho. Están María la doctora y Ángel el enfermo, generadores de otras historias sustanciales…

Verónica ha puntualizado que la diferencia entre sus protagonistas y los de Las Olas consiste en que los suyos son cubanos pobres, de lo cual se desprende que sean menos dados a levantar los pies del suelo, a distanciarse del asfixiante contexto para dar cuenta de sus percepciones en clave poética y alegórica, tal como hacen los seis personajes de Woolf. Tiene razón, pero existen otras diferencias capitales, tanto entre unos y otros personajes y en los motivos o en los códigos reflexivos de sus soliloquios, como en el modo en que estos soliloquios se entrecruzan para convertirse en alguna especie de coloquio.

Digamos que en Las Olas los acontecimientos externos o circundantes resultan pospuestos porque el objetivo de la autora es proyectar el entorno a través de la conciencia humana. En El arte de respirar también está presente ese recurso, pero como fondo o palanca de apoyo, mientras el objeto básico de las reflexiones, recuerdos, descripciones es narrar el drama no de seis personas –o prototipos de personas- en medio de sus circunstancias, sino de todo un barrio, una ciudad, un país, una catástrofe histórica.   

Donde Virginia Woolf apuesta por la reflexión por encima de todo lo demás, Verónica narra, utilizando como guía o pretexto las reflexiones de sus personajes. Se trata de una disimilitud que por sí sola bastaría para no considerar decisiva la influencia de una sobre la otra.

Pero tampoco es en lo único que difieren desde el punto de vista estructural. Por citar otro ejemplo (solamente uno más, para no ser latoso), el estilo escogido por la escritora habanera para contar sus historias, mediante la recreación de cuadros ágiles, siempre breves, concisos, calidoscópicos, buscando la poesía en los hechos más que en las palabras, no es algo que responda a su presumiblemente puntual influencia de la Woolf. Desde luego que también en esa clase de estructura sería fácil hallar la marca de otros grandes de la literatura universal. ¿Quién que es no es influido? Sin embargo, hasta donde conocemos a la autora por anteriores narraciones, vemos que tal procedimiento no sólo autentifica resueltamente el estilo de esta novela suya, sino su quehacer como escritora, y aun su personalidad como mujer diáfana, de hablar sucinto y aguda inteligencia.

Por lo demás, El arte de respirar se acerca o se aleja indistintamente de Las Olas, según la fuerza con que bata el viento desde la costa (o en la medida en que arrecie la lluvia). Es esta una novela de tristezas y desgarramientos, de lacerantes emociones y de complacencias mínimas y pasajeras. Verónica toma nota de la corriente de pensamiento de sus personajes mediante exposiciones relampagueantes, referencias de lugares, sucesos o simples recuerdos, estados de ánimo… valiéndose de una serie de viñetas narrativas, descriptivas, reflexivas, y de diálogos secos pero muy ricos en intenciones, siempre ágiles y profundos, a tono con la archiconocida teoría del iceberg. Una narración cargada de sentidos, de guiños más y menos sutiles, de mensajes más y menos implícitos. Un espacio donde los personajes buscan sin éxito la simple manera de llenarse los pulmones de oxígeno para ir exhalándolo después, a su ritmo, persuadidos de que respirar (como lo expresa uno de ellos) es la primera manifestación de autonomía.

Valgan entonces los aguaceros de esta novela. Aun cuando el agua no abra caminos sino abismos, según dice otro de los personajes. Por cierto, por más que las nubes se vacíen sobre Alamar, no me parece que en igual proporción caigan rayos y truenos. Los buscadores de símbolos podrían encontrar en el detalle alguna representación de lo que testimonia otro de los personajes: “Hemos perdido la fe en nuestro poder para cambiar las cosas”. Pero igual es válido pasar por alto el detalle, ya que los truenos nunca llegarían a ser más que efectos ruidosos. La yema del asunto continúa radicando en esa abundante agua que cae del cielo. Ya lo advirtió Chesterton: sin lluvia no habría arco iris.   

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José Hugo Fernández
El escritor habanero José Hugo Fernández ha publicado una treintena de libros, entre ellos, las novelas “Los jinetes fantasmas”, “Parábola de Belén con los Pastores”, “Mujer con rosa en el pubis”, “Florángel”, “El sapo que se tragó la luna”, “La tarántula roja”, “Cacería”, “Agnes La Giganta” o “El hombre con la sombra de humo”; los libros de relatos “La isla de los mirlos negros”, “Yo que fui tranvía del deseo”, “Hombre recostado a una victrola”, “Muerto vivo en Silkeborg” o “La novia del monstruo”. Los libros de ensayos y de crónicas “Las formas del olvido”, “El huevo de Hitchcock”, “Siluetas contra el muro”, “Los timbales de Dios”, “La explosión del cometa”, “Habana Cool”, “Rizos de miedo en La Habana”, “Una brizna de polen sobre el abismo”, “La que destapa los truenos”, o “Entre Cantinflas y Buster Keaton”. Trabajó como periodista independiente en La Habana durante más de 20 años. Reside actualmente en Miami.
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