Decía Herbert Spencer: “La risa es el síntoma de un esfuerzo que de repente se encuentra en el vacío”. Y Kant: “La risa nace de algo que se espera y que de repente se convierte en nada”. Siguiendo esta línea de pensamiento, y atemperándola al proceso histórico que desde 1959 padece Cuba, puede concluirse, con Bergson, “que la risa es, por lo tanto, un gesto colectivo con el que se subraya y reprime una distracción especial de los hombres y los acontecimientos”. La historia elevada a la categoría de distracción especial, la burla como evasión o venganza, han marcado las pautas de una “nación” que en los últimos sesenta años (¿acaso en los últimos dos siglos?) se ha visto obligada a reafirmarse a sí misma por medio de la risa.
En un país donde la intolerancia ha campeado, y aún campea, por su respeto, la política popular de la burla ha intentado paliar los desastrosos efectos de la sociopolítica del absurdo. La fusión de culturas que en Cuba dio origen a un individuo locuaz, impulsivo, heterogéneo, ha contribuido también, diríase que decisivamente, a conformar un sujeto hecho para el humor en el sentido más diametral de la palabra. Cuando el cubano bromea, y discúlpese el arquetipo, no está sugiriendo una idea, sino asumiendo una causa. El cubano sobrevive: se burla. Quizá porque si no se burla no se toma en serio.
A partir de los años sesenta, el único partido legal en Cuba y, consecuentemente, el único en condiciones de ejercer el mando, se dio a la tarea de conformar una sociedad en la que el humor sería tolerado siempre y cuando no ejerciera su natural función crítica contra las estructuras del Poder. Desde sus mismos orígenes el régimen comunista ha procurado institucionalizar una imagen de sí mismo de la que la burla, ya sea como vía de escape o instrumento crítico, está desterrada; en los dominios del kitsch que tan minuciosamente diseccionara Milan Kundera, la sátira no tiene cabida (en su momento, la proliferación de grupos como Punto y Coma o Humoris Causa no demostró un mayor grado de tolerancia por parte del régimen, en todo caso su compresión de que en ciertas circunstancias un cierto desorden de los factores no altera significativamente el producto. Estos grupos se mueven en espacios cerrados, carecen de apoyo gubernamental y se les niega acceso a los medios de difusión masiva; si alguno, muy de cuando en cuando, comparece en la televisión, está obligado a hacer un humor estereotipado, inofensivo si se le compara con el que habitualmente articula).
“El peor enemigo de la risa es la emoción”, no ha dicho Castro, sino Bergson, pero el difunto presidente de los Consejos de Estado y de Ministros muy bien podía haber acuñado la frase invertida: el peor enemigo de la emoción es la risa. Tan sólo una sonrisita y el impresionante castillo de la retórica de lo heroico puede venirse abajo. El gobierno cubano lo sabe, y ante semejante posibilidad no dispone de otra alternativa que la de hurtar el cuerpo: hurtar el cuerpo y arrancar cabezas, todas las que se atrevan a recurrir frontalmente a la burla o el sarcasmo.
A nivel clandestino, sin embargo, la sátira ha florecido hasta alcanzar cotas inimaginables sesenta o setenta años atrás. A pesar de ejercer un control monolítico sobre la sociedad en su conjunto, control que no reconoce fronteras a la hora de aceitar sus mecanismos de vigilancia, a pesar del truculento aparato de la censura, de los cuantiosos recursos destinados a representar la imagen y la mitología de la supuesta revolución, el régimen de La Habana no ha podido impedir que con su triunfo triunfe también la visión sarcástica, humorístico-contestataria, del ciudadano de a pie. Nunca antes en la Isla se había hecho tan patente el grado de politización del humor subterráneo o clandestino. Y es que el proceso que vio la luz en 1959, y que tuvo su máximo esplendor en los primeros años de la década del sesenta, vendió bien temprano su alma al diablo de la utopía: el ser imaginario se alzó sobre el hombre concreto, y esto, que parecerá monstruoso, a la postre resultó tremendamente ridículo.
Más que a la muerte, el castrista de pura cepa egobiado, agobiado, le teme a su propia ridiculez. En un fragmento del tema al que tituló El necio, el cantautor Silvio Rodríguez devela una vez más su obsesiva aspiración, la misma que a lo largo de la historia ha seducido a tanto robolucionario: “dicen que me arrastrarán por sobre rocas, cuando la revolución se venga abajo, que machacarán mis manos y mi boca, que me arrancarán los ojos y el badajo”. El referente militante, sacrificado del “guerrillero heroico”, despliega en estos versos su íntima razón de ser: ya no se trata de construir una sociedad más justa o desarrollada, sino de escapar del ridículo a través del martirio.
En los países del este europeo, como en la desarticulada Unión Soviética, unos pocos iniciadores del cambio eligieron vías violentas para alcanzar su objetivo. En el caso de Cuba, quizá la transición no esté marcada por un sangriento ajuste de cuentas, aunque tampoco por una ejemplar redistribución del componente social: la Isla es la olla de presión donde se cuecen la burla, el sarcasmo, el choteo al que Jorge Mañach dedicara su monumental estudio. Ese ente locuaz, impulsivo, heterogéneo que es el cubano, parece que ya solo puede encauzar su rabia burlándose, pretender que en un futuro recurrirá a la violencia para materializar su desagravio no resulta muy convincente. Rodríguez, por supuesto, no será arrastrado sobre rocas, nadie le machacará las manos ni le arrancará los ojos, en su fuero interno él lo sospecha. A la caída o muerte natural de la rutina ideológica amortajada por el humor es a lo que en verdad le temen los sostenedores del régimen. Muy probablemente estos no sean objeto de linchamientos ni fusilamientos ni encarcelamientos ni ejecuciones: los ajusticiará un multitudinario y demoledor ataque de risa.
Poquito a poquito. Suave, suavecito. Según Bergson.