Presentamos a nuestros lectores un fragmento del libro Leviatán. Policía política y terror socialista en Cuba, del periodista Yoe Suárez.
Se presentará en Madrid el martes 22 de octubre, a las 6:30 pm, en la sede de la Editorial Deslinde (Calle Paredes de Nava 31, Madrid, cp. 28017).
La obra fue ganadora del I Premio Ilíada para libros de no ficción (Alemania), tras deliberaciones de un jurado compuesto por los periodistas Johan Ramírez, de Venezuela, Isaac Risco, de Perú, y Amir Valle, de Cuba.
Poco después de las 10 de la mañana una voz gritó mi nombre frente a la puerta principal de la casa.
Un seguroso, pensé. Podía tratarse del prometido registro del Capitán Jorge, y metí la laptop y un disco duro en un viandero, detrás de unos plátanos verdes y algunas cebollas. Oí a mi tía responderle a quien me buscaba que para verme debía llamar por el portón del garaje.
Mi familia vive hace casi 60 años en esta casa. A inicios de la Revolución, cuando huyeron sus dueños, albergó a becarios del interior de la isla como parte del amplio programa gubernamental que escolarizó y adoctrinó políticamente a toda una generación. Mi abuelo acondicionó el garaje de la casa para que mi madre viviera en él, en los 90 techó y levantó paredes alrededor de una cisterna contigua y la convirtió en sala.
Allí, en un antiguo garaje y sobre una cisterna, he pasado la mayor parte de mi vida.
Salí en short, camiseta y con nasobuco, y el Oficial René estaba al otro lado de la cerca, también con nasobuco, uno color mamey pálido. Me pidió, con su manera ligeramente avergonzada, que le disculpara, preguntó si estaba ocupado. Le dije que estaba durmiendo al niño, fue un impulso, no era lo que estaba haciendo, era mi esposa quien lo dormía en el cuarto.
─Pero, ¿tienes diez minutos nada más? ─preguntó el militar─ Es para enseñarte la documentación de la que te había hablado la vez pasada.
No recuerdo haber hablado de “documentación” alguna, pero le dije que sí, que pasara, también lo dije sin pensar. Y dio un paso atrás.
─No, no, te espero en una oficina, en la empresa Transtur. Allá te veo ─dijo, y se fue hacia el fondo de la calle.
Entré a la casa para ponerme los zapatos, un pulóver y le dije a mi madre a dónde iba. Salió detrás de mí y me dijo que no me exaltara, le pedí que le contara a María Antonieta cuando terminara de dormir al Caleb.
Desde que salí de la casa, vi al Oficial René, parado en la acera, cuatro casas más allá de la mía, frente a la empresa Transtur, donde habían citado días antes a mi madre.
Cuando llegué, me recibió con un pomo de agua clorada. Preguntó por la familia, que cómo está el niño, que me había interrumpido en el momento más lindo del día. Lo dijo sabiéndolo. Y me hizo recordar la sensación del cuerpo dormido, que se deja ir al sueño sobre mi pecho y mi hombro.
Lo seguí en silencio a un espacio con el falso techo muy bajo, sin ventanas y climatizado. Adentro esperaba otra persona: un joven negro pelado al cero, más bajito que yo, de brazos gruesos y dedos finos y alargados. Llevaba un nasobuco verde, por encima del cual se avistaban dos ojos brunos. Se presentó como el Primer Teniente Alexander.
El Oficial René empezó por la “documentación”, papeles que sacó de su carpeta transparente. El primer era un esquema sobre el supuesto financiamiento de lo que el DSE llama subversión, o sea, el periodismo no estatal, en la que yo participaba. Un globo en la cima representaba al Congreso de los Estados Unidos, dos líneas conectaban el globo con la NED y con la CIA, de ahí otra línea iba a una foto de Pablo Díaz Espí, de ahí a un banner con el nombre de Diario de Cuba inscrito y un paréntesis abajo: “DDC paga 150 USD a cada uno de sus colaboradores”. Me calmó, otra vez, saber que no saben nada.
Del banner de DDC salían líneas a fotos de varios colaboradores. Había una foto mía. Parecía diapositiva sacada de una presentación de power point, quizá una con la que adoctrinan a gentes como los hombres tras los criptonimios René y Alexander. Cosas que aprenderán para exámenes sorpresa en sus escuelas secretas, que repetirán antes de ponerse los grados militares.
El esquema era primario y sin fuentes. Pero un recuadro esquinado dejaba clara la intención de amedrentar: hablaba del Decreto Ley 370, que decomisa celulares y laptops, y multa a quienes difundan noticias falsas o que falten a las buenas costumbres en redes sociales. 120 dólares o 3 mil pesos cubanos era el duro monto, en un país con un salario medio de 31 USD al mes.
Bajo ese genérico concepto ya habían multado a más de una docena de ciudadanos, activistas y periodistas. Varias personas habían dicho que no pagarán las multas, aunque también algunas se retractarían en silencio después de pensarlo o de recomendaciones legales y liquidarían el monto. Yo me uní a la firma de una declaración reciente contra el Decreto Ley, al que también se le conocía como Ley Azote.
El 370 me lo había extendido el Oficial René sobre la mesa de bagazo circular en torno a la que estábamos, en un papel recién impreso y con todas las letras perfectamente visibles.
─No es por nada, pero por si más adelante hay que aplicártelo, que sepas ─dijo, afable, aunque no escatimó en advertirme de otros castigos previstos en el código penal con dobleces que llevaba. Por ejemplo, la Sección Quinta, en su artículo 103, inciso 3, correspondiente a Propaganda Enemiga, confería a mí trabajo entre 7 y 15 años de cárcel. Así. Propagandista y enemigo.
─¿El Decreto Ley 370 se aplica retroactivamente? ─pregunté, aunque ninguna ley se aplica en reversa, pero quería oírlo de sus bocas. No sé, uno se aferra a la palabra de la gente, quizá en la misma medida que da valor a la suya.
─No ─contestó el Primer Teniente Alexander─, no nos vamos a poner a buscar qué publicó Yoel Suárez en 2015…
─No pregunto por mí, sino por la ley en sí ─interrumpo.
Dio unas vueltas cuasilegales, que si en Cuba hay muchas personas llamando a un levantamiento popular aprovechando el problema que hay con el coronavirus, que en Estados Unidos están esperando ese pretexto para emprender una intervención militar directa, que ningún cubano con dos dedos de frente quiere eso, que ya no hace falta escribir en un periódico lo que piensa una persona sino que en las redes sociales puede publicarlo y ya, y teclea un celular imaginario con sus dedos afilados.
─En fin, es discrecional y arbitraria la aplicación de las multas ─dije.
─O el decomiso de los medios de transmisión, celular o laptop ─acotó René, sin poner atención a lo que yo criticaba.
El Subteniente se conducía con bastante confianza, como un viejo minero que sube a la cubeta de mineral y se pierde en la oscuridad del pozo:
─Nuestro trabajo es profiláctico, conversamos primero, la intención no es ejercer la violencia.
─Aunque no se han mostrado violentos físicamente conmigo, es preocupante que me obliguen a romper la cuarentena, ya varias veces, con este tipo de citaciones. Y díganle a la persona que monitorea mi trabajo, que lo haga bien ─suelto y no explico más. Creo, quizá erróneamente, que saben que me refiero a la aplicación del 370, que busquen una buena excusa.
Duras condenas aplicadas por Propaganda enemiga, más de una década de encarcelamiento, no parecen factibles ahora que Fidel Castro murió y Raúl Castro es un anciano que se apartará más del poder político visible entregando el Secretariado del PCC.
Sin los hombres fuertes de la llamada generación histórica, el régimen no cuenta con el capital simbólico suficiente para echar al presidio a un periodista por cuestiones, explícitamente, políticas. Al menos eso quiero creer. Cavilo, mientras la conversación vuelve a los remolinos habituales, y repito que estoy frente a ellos en calidad de ciudadano y de individuo, que si tienen algo que hablar sobre la política editorial de Diario de Cuba deben hablarlo con los directivos de Diario de Cuba. Les explicito que por ética estoy contra las fake news, que no comparto o difundo contenido que no pueda comprobar, y que por mi fe estoy en contra de la violencia contra cualquier ser humano.
El Subteniente cree encontrar un resquicio, y empezó a rasguñar la pared.
─Por eso mismo me preocupo por ti ─dice, paternal─, si mandas una noticia a Diario de Cuba y en la redacción la cambian, la manipulan, lo que sale es mi nombre y quedo yo en evidencia.
─Hasta hoy no he tenido esa clase de situación, el día que pase saldré de Diario de Cuba como lo he hecho de medios estatales y de medios no estatales donde trataron de cambiar el espíritu de algún trabajo. Mi único patrimonio es mi palabra, no tengo más nada que dejarle a mi hijo. Por eso la cuido.
─Y cómo podemos acceder a tu trabajo… para poder validarlo ─se aventuró Alexander
─¿A qué se refiere?
─¿Podemos recibir tus textos antes de que lleguen a DDC, para saber lo que estás escribiendo y que no te lo cambian?
─Mire, de eso me ocupo yo, y ningún periodista haría eso, dejar que un agente externo intervenga en la producción de su contenido. Eso no lo hago ni con los entrevistados, ni con las fuentes.
─No ─reculó el Subteniente─, te digo ya una vez publicados.
─Ustedes pueden revisar mis textos cuando salgan en Diario de Cuba, ahí está lo que publico fiel a como lo mandé. Si no fuera algo que yo mandé, pediría en la redacción que quite mi firma o lo retire.
El Subteniente insistió una vez más: que el periódico está bloqueado en Cuba, que desde su casa él no puede entrar. Estuve tentado a decirle que reclamara al gobierno, que hablara con sus superiores, ellos son los que bloquean a los medios. Pero, ¿tenía sentido entrar en un careo de esa clase, seguirle la cuerda a una persona que solo busca la complicidad, que sabe tan bien como yo quién impide a los lectores llegar a cierto contenido? Además, ya el Oficial René había recogido el Código Penal, papeles impresos y un bolígrafo en su ordenada carpeta transparente. Le explico que a través de algún Proxy o VPN pueden acceder, que los puede ayudar la misma persona que monitorea las publicaciones incómodas.
─Pudiera ser a través de un correo ─propuso, porfiado y con tono amable.
─Me niego a ese tipo de contacto ─terminé.
Hay unos segundos de silencio. El Primer Teniente Alexander baja la cabeza y desde abajo vuelve la mirada a mí. Se pone de pie, el Oficial René lo imita y después yo. Da por terminado el encuentro y me dice que habrá otros y que quizá más adelante entenderé por qué hacen esto.
El Oficial René me acompañó hasta la puerta del parqueo de Transtur. Ahí me deseó que sigamos estando bien mi familia y yo, o algo así. Lo dijo de lejos, con un pulgar en alto.