Todos somos vulnerables,
todos somos masculinos-femeninos.
Louise Bourgeois
Una vez más coincido con Kafka: lo que necesitamos son libros de impacto. Libros que, como él dijo, «nos golpeen como una desgracia dolorosa», porque «un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros». Siempre cito a disgusto, pero hay ocasiones en las que, por una asociación lógica, resulta inevitable. Y ésta es una de ellas: la lectura (y relectura) de La cabeza que rueda, cuyo autor es sin duda uno de los poetas y narradores más importantes de la literatura cubana no institucional y de la literatura cubana en su conjunto, el cubano naturalizado mexicano Raúl Ortega Alfonso.
Un libro éste que corta. Ya el título asesta el primer hachazo: la imagen de una cabeza que rueda. Y más si se trata de la cabeza de una joven que, como nos han contado, fue sacada del cesto donde acababa de caer con ese ruido de cabeza que cae en un cesto y, aún goteante, abofeteada. Y debajo aparece la reproducción del retrato de esa chica, Charlotte Corday, pintado por A. Cardan cincuenta y nueve años después de aquel 17 de julio de 1793, cuando eso ocurrió. Había sido condenada por apuñalar hasta la muerte al jacobino Jean-Paul Marat, hecho (el de esta muerte) que fuera inmortalizado por otro pintor: Jacques-Louis David, famoso por sus cuadros inspirados en hechos históricos.
Para entender la intensidad de este impacto recomiendo hacer abstracción de los significantes en favor de lo designado. Pero, como sabemos, para lograrlo realmente es preciso que significante y significado coincidan. O sea, tenemos que ver la cabeza que rueda rodando de verdad, con todo y las palabras que lo designan. Debemos, en fin, casar imagen y contexto, representación y cosa representada, significado y significante, de modo tal que se visualice en un único cuerpo. O corpus, que también.
Todo lo cual, es cierto, parece referirse más a una obra de reflexión, básicamente en prosa, donde la palabra tiene un uso expresamente utilitario (quiero decir, menos ornamental o menos lúdico que, digamos, el de la poesía). Mas —por su forma, por su distribución, por el enfoque del asunto— estamos sin duda ante un libro de este género. Un libro de poemas en prosa, poemas casi coloquiales… poemas. Con un lenguaje, eso sí, hiperbólico, propio de la literatura a que Raúl nos tiene habituados. Pero lo que digo es que no abundan, excepto las hipérboles, los recursos propiamente poéticos (metáfora, hipérbaton, metonimia…), si bien cuando aparecen, lo hacen donde deben y del modo que deben. Aún así, lo verdaderamente característico —lo que de verdad define la personalidad estética de esta obra—, es que todo el libro está concebido con una eficaz compresión o economía del lenguaje. Cada poema es, pues, un texto sinóptico. Abarca a veces vidas enteras, situaciones complejas y formas de pensamiento que se han construido alrededor de la problemática del rol de género durante siglos.
Convengamos, por tanto, en que La cabeza que rueda es un libro de poemas. Un libro orgánico de poesía, que al ser «orgánico» conforma en efecto un cuerpo, una anatomía, una entidad que se lee (y relee) sin respirar, sintiendo todo el tiempo, en cada página, cómo penetra la hoja cortante en la nuca y cómo la cabeza (la nuestra) cae desprendida en el cesto. Una sensación que agobia, sí, pero en el sentido del arte que, invariablemente, una vez que cruzamos del otro lado, nos deja a salvo. Porque, sí, siempre se sobrevive al último cuadro, al último acorde… al último verso. Otra cosa es cómo; en qué condiciones.
Y esto es así aun en el caso de un libro tan vehemente y, en cierto modo extraño, como éste. La intensidad se sostiene en cada línea, con ese aliento especial que se respira siempre en la literatura de Raúl. La extrañeza, en cambio, se da, creo, por el punto de vista.. Ya en el primer poema, «La mascota», una mujer habla (siempre es una mujer la que lo hace) del alfiler que utiliza como aguijón. [AGUIJÓN. Órgano puntiagudo y perforante que tienen en la extremidad del abdomen los escorpiones y algunos insectos himenópteros (abeja, avispa), y con el cual pican.] Algo que, como sabemos, puede servir tanto para defenderse como para atacar. Y que es nada menos que ¡su mascota! O sea, ya en este primer texto Raúl introduce pues ese espíritu o esencia y, desde luego, deja claro cuál será ese punto de vista. El primero (ese espíritu o esencia) es defensivo-ofensivo, se alterna, y a veces (como en «Charlotte Corday») se confunde. El segundo (el punto de vista) es asimismo curioso, porque, siendo el autor un hombre, asume el de la Mujer. Son voces femeninas que, desde la circunstancias de cada una, cierran filas con el dolor, la rebeldía… el resentimiento comunes, hasta convertirse en una única voz. Lo que nos traslada (volviendo a eso de las citas «obligadas») al pensamiento de la artista estadounidense, la escultora de las arañas gigantes, Louise Bourgeois [1], que cito a modo de exergo.
Lo que oímos todo el tiempo son, sí, los monólogos de un coro de personajes femeninos, anónimos los de la primera parte, conocidos o históricos los de la segunda. Monólogos desde los que se nos increpa, o desde los que se increpa a una sociedad —quizá a la conciencia de toda nuestra civilización— que hasta hace poco no concebía siquiera la posibilidad de acabar de algún modo con la injusticia que suponen semejantes vestigios del patriarcado.
Es desde ahí, desde esa postura empática del Yo que subsume cada situación, que el poeta aborda, ahondando una y otra vez en la misma llaga: el sufrimiento, la rebeldía, el resentimiento y, por añadidura, la redención implícita en la queja —según las acepciones «protesta» o «reclamación»— de las víctimas. Por todo ello, insisto, estamos ante un libro que produce un efecto que, sin abjurar del eje que lo vertebra, bascula entre la fascinación y (sí) el agobio. Un libro cuya atmósfera es dura, a veces irrespirable, tensada como he dicho por hipérboles que endurecen ese viaje que (por la conmoción, por la vivacidad, por el horror) nos recuerda el tópico literario de Dante que, esta vez sí, me niego a explicitar. Un recurso éste (el de la hipérbole) que, por cierto, como ya sugerí, Raúl maneja con maestría y pertinencia especiales. El tema debe producir esas y no otras sensaciones, y las produce. Si no fuese así, algo fallaría.
Tomemos como muestra el poema que da título al libro La cabeza que rueda:
Un pequeño detalle: lo habrían convertido en héroe si el asesino de
Marat hubiera sido un hombre, y no en lo que fui, en lo que soy, en
lo que seguiré siendo: la cabeza que rueda, la cabeza que rueda, la
cabeza que rueda…
O este otro, titulado «Conflictos»:
Con ese miedo indescriptible que solo es conocida por nosotras, escuché
que mi niña me dijo una mañana: “mamá, mamá, te tengo una sorpresa”.
Y comenzó a leer, a pesar de que yo había hecho lo impensable para que
no aprendiera, hasta subí la altura del librero en la pared para alejarla de
las palabras negras.
Con el perdón de los desvelos de mis padres,
a mí me hubiese gustado quedarme analfabeta.
Hubiera sido hermoso permanecer en la tranquilidad de no tener que
preguntarme; mas, sobre todo,
para que las patadas que aún me dan por el culo no me dolieran tanto
en el cerebro.
O éste, que por sus connotaciones «culturales» aumenta el escalofrío que produce, titulado «Impotencia de la niña invisible que somos»:
Y quién me va a escuchar
y quién me va a creer cuando yo grite que Dios me está
violando.
O, para terminar (porque, efectivamente, es así como termina el libro) estas líneas memorables que pertenecen al poema «María y Guadalupe y Carmen y…»:
…porque una se cansa de ser un colador, la inaudible voz de un
agujero que camina o esa especie de himen gigantesco que ellos
disfrutan destrozar con su eterno pinchazo.
Textos todos formalmente perfectos que por tratarse, en lo fundamental, de una obra de «tesis» (de contenido y/o —en el mejor sentido— «comprometida»), tienen la virtud adicional de estimular la reflexión y, por qué no, la polémica. Porque Raúl, escriba prosa o poesía, siempre nos lanza ese hachazo contra el hielo que llevamos dentro. Hachazo o lama de acero que cae y corta limpiamente nuestra cabeza, ya que, sin duda, su intención (si aceptamos que debe haberla) es decapitarnos, y que, una vez así, sin cabeza, nos la recoloquemos de otra manera. O, ya puestos, la cambiemos por otra mejor. Puede decirse, por tanto (y por último), que se enfrenta al hecho de su libro como Charlotte Corday a Marat e, incluso, a la guillotina.
Y es lo que nos exige también a nosotros, sus lectores.
- [1] «Es importante mostrar a las chicas que ser sexual es algo natural y que los hombres también pueden sentirse desamparados y vulnerables. De algún modo, todos somos vulnerables, y todos somos masculino-femeninos… »