Fragmento de Un mariachi viejo. “Una historia de amor”.
Novela inédita de Félix Luis Viera
6
Sin saberlo, el padre, de las trescientas dieciséis funerarias de la ciudad, sumadas las grandes, medianas y chiquitas (no están en la cuenta las clandestinas —de pronto descubiertas en una y otra zona de las humildades), se decidió por una para mí cercana.
La colonia Buenos Aires colinda con la Doctores y resulta igual de temible. Ambas cuentan con puntos cochambrosos aquí y allá. En ocasiones, basurales en esta o aquella cuadra: los camiones de recolección fallan. Como en ciertas materias, en esta debemos darles la razón a los comunistas: los camiones de la basura no fallan en zonas de gente pudiente. ¿Sería posible toparse con un basural en calles de Polanco, Jardines del Pedregal, Lomas de Chapultepec, San Ángel?
Sin dudas, el padre se decidió por esta funeraria lóbrega de una colonia amenazadora, por tacañería. Por “codo”, dirían aquí.
Puedo asegurar que él extrañará, más que a la hija, la plata que esta le ponía en el banco cada quincena.
[Si él hubiera sabido que yo aún existía junto a su hija, que la acompañaba en el momento de la tragedia, de alguna manera —lo más diabólica posible— me habría cobrado todo el odio que me guardaba desde aquella segunda y última visita a su casa cuando maldije a las personas que, como él, devotas de los tantos programas tontos de la televisión, resultan una desgracia para la humanidad —Y de paso descargaría contra mí la inagotable cólera que le habría crecido a partir de este momento en que perdía la quincena que le ofrendaba la hija. El precio para mí: por si acaso, irme del sitio donde él sabría localizarme: el periódico —Y no revelar en este mi próximo rumbo.
9
Contratamos un taxi, de cuatro puertas —Érika había decidido cuál a juzgar por la catadura del chofer y el estado del carro, cuando se detenían en el Alto—; faltaban catorce minutos para las tres de tarde, avisó Érika —Mi celular no marcaba la hora, el de ella sí—. Le pagaríamos el doble de lo que podría ganar desde ese momento hasta que saliera el entierro. Ocupamos los asientos traseros. Habíamos querido esperar junto al carro, en la acera, desde donde se podía divisar fácilmente la fachada de la funeraria, el trajín. Pero el taxista nos pidió “por favor, suban”. Seguramente desconfiaba. Quién sabe si pensó que en cualquier momento huiríamos sin cumplir el pacto o algo así. Ya habría encontrado demasiado raro que lo contratásemos para seguir a un entierro como a escondidas luego de observar a distancia una funeraria.
(Pude ocupar el puesto del copiloto para así tener la panorámica en diagonal, pero Érika me habría reprochado abandonarla en el asiento trasero, y lo peor: el desmayo me rozaba constantemente, podría darme un toque y lanzarme contra el chofer).
Más costo del calculado: salió a las 3 y 32 minutos con su cola de acompañantes —estacionados junto a la acera izquierda, la contraria a nosotros—. Y el importe continuaría elevándose quién sabría hasta dónde si la marcha resultara más lenta que lo previsto: acordamos el triple de lo que marcase el taxímetro.
11
El chofer de la carroza fúnebre iba cooperando conmigo: tomaba atajos que evitaban en algo el embotellamiento y de este modo el tiempo del viaje no se dilataba.
Sonó el tono de mensaje de mi celular y estuve seguro de que sería del periódico. “Necesitamos por favor que estés por acá como a la 1 de la madrugada”. Era de la secretaria del jefe de redacción. Mi contestación. “Imposible: estoy enfermo”.
La caravana no era muy larga, serían siete u ocho automóviles probablemente rentados para la ocasión. Los padres no tenían automóvil. [¿Cómo pensar que semejante mezquino invirtiera en uno?].
Por momentos sudaba intensamente, digamos que por espacio de un minuto y pico, y luego cesaba. Si bien el taxista mantenía medio abiertas las ventanillas delanteras, y así de una en otra penetraban retazos del frío exterior.
Una bolsita de ambientador colgaba del tirador de la guantera. Olía a albahaca. El olor resultaba más penetrante cuando el chofer aceleraba fuerte o casi, abandonando la velocidad morosa de los entierros. Lo hacía cuando el último de la caravana cruzaba apenitas con lo que restaba de luz amarilla y nosotros quedábamos del lado de acá con la roja. De modo que debía rebasar a otros, indagar, aun zigzaguear en ocasiones para situarse de nuevo detrás del último; un Chevy gris oscuro.
Érika traía toallitas sanitarias y me enjugaba el sudor de la cara de tramo en tramo. En una de esas dijo quedo con el tono de quien expresa algo pendiente: “Primera vez que visito una casa en donde no hay ni una foto de nadie”.
Ya cerca del cementerio, detenido ante la luz roja, el taxista —acompañándose con breves golpes de tos— advirtió “para su conocimiento de ustedes” que el cementerio tenía dos puertas; si iban a cremarlo, en la dirección que llevábamos la primera puerta conducía al crematorio. Le pedí por favor que cuando se refiriera a ella, utilizara el femenino. De nuevo tosiendo leve entre una y otra palabra y sin siquiera voltear a medias la cabeza para proyectar la voz hacia nosotros, como si hablara solo, que había utilizado el masculino porque quiso decir “el cadáver”, y el cadáver es varón, él no sabía que era una difunta.
12
La caravana entró por la segunda puerta conforme la dirección en que marchábamos.
Otro mensaje:
“De nueva cuenta incumples. Nos veremos obligados a prescindir de tus servicios”.
Mi respuesta: “Háganlo”.
14
Me situé en el punto más penumbroso. Aguardar por un taxi en un callejón es demasiado azar. Quizá uno extraviado o que viniese de vuelta a seguidas de dejar pasajeros en la cercanía. El frío arreciaba. Me sentía cada vez más débil. No sé cuánto tiempo me quedé sin consciencia, sentado en el borde de la acera, la cabeza recostada en un árbol. Enrumbé hacia una calle que mostraba mucho tránsito. Iba de un vahído en otro. Los sollozos me anudaban la garganta como cuando era niño y sentía miedo. Me repetía que para librarla al menos hasta llegar a mi apartamento debía afianzarme en que no había ocurrido lo ocurrido. De súbito comprendí lo evidente; lo evidente que hasta ese momento no había concebido: cuán solo estaba en el mundo. La familia tan lejos; eso que llaman los seres queridos, tan lejos. En esta ciudad ni un amigo. Realmente un amigo. ¿Nadie ha querido ser mi amigo o mi amiga o yo no supe ser el amigo de alguien? Busqué en mi mente y en todo este tiempo ni siquiera había fraguado buenos conocidos. Cuán solo estás, cubano; cubano de mierda. [La razón del filósofo español Hernando Sabater. “En los momentos de desesperación es cuando advertimos lo evidente, lo elemental nuestro antes nunca visto”].