Los estadounidenses son tan admirados en América Latina, aun por los ultranacionalistas, que hasta copian sus errores. Los trumpistas tomaron el Capitolio el 6 de enero de 2021 para protestar por unas elecciones (supuestamente) amañadas y para provocar un golpe militar. Llegó la hora del FBI. Hay un millar de los alborotadores en la cárcel o encausados o investigados. Los bolsonaristas hicieron lo mismo el 9 de enero de 2023, dos años más tarde. La diferencia no son los dos años transcurridos. Es que el ejército brasileño es mucho menos delicado. Ya hay varios millares de presos.
Las elecciones no fueron amañadas. Las ganó “Lula” por los pelos. Los separaba menos del uno por ciento: un 50.90 frente al 49.10 %. De muy poco había servido la condena por corrupción en contra de “Lula” que le había impuesto el juez Sergio Moro. Los “negocietes” que había hecho el Partido del Trabajo con Cuba y Fidel Castro en el megapuerto Mariel, 957 millones de dólares tirados a la basura, no fueron suficientes para disuadir a sus electores.
El líder obrero había ganado los comicios por varios millares de votos. Bastaba sólo uno: el mítico elector que inclina la balanza en una u otra dirección. Lula da Silva, es cierto, tenía el apoyo de las personas menos instruidas del país, junto a otras que formaban la pequeña burguesía de la izquierda brasileña, más educada que la media nacional. Había, incluso, una división geográfica: las que están en el nordeste de la enorme nación votaban mayoritariamente por “Lula”. Y los que reciben subsidio (respetado por Bolsonaro y aumentado), y no los que pagan impuestos, pero en las repúblicas los votos no se pesan, sino se cuentan, y el conteo le daba la victoria a “Lula”.
Tal vez hizo muy mal Bolsonaro en no reconocer la victoria de Lula y en no llamarlo para desearle suerte. Acaso hizo muy mal en copiar a Donald Trump. Trump iba desconocer el resultado electoral. Eso se sabía. Tenía que jugar el rol del “líder-enojado con-las-trampas-de-su-adversario”, aunque luego se humillara ante el Secretario de Estado de Georgia, el republicano Brad Raffensperger, pidiéndole que le buscara 11,700 votos que necesitaba para ganar ese Estado, o que se atuviera a las consecuencias penales. ¿O era ese el papel que había pensado para sí mismo? Según el recuento policiaco los primeros bolsonaristas llevaban varias semanas acampando en el remoto vecindario de Brasilia. ¿Quién pagó los autobuses y las comidas?
En todo caso los primeros discípulos del trumpismo no fueron los latinoamericanos, sino los alemanes. En efecto, el 7 de diciembre de 2022 la inteligencia alemana, que siguió la pista desde la primavera, detuvo e interrogó a 25 personas, de un total de 52 sospechosas, vinculadas a un grupo de extrema derecha que preparaba un golpe de estado. Se proponía desbaratar la democracia, revivir el Imperio y colocar a Alemania bajo la autoridad de Heinrich Reuss, quien se hacía llamar “Enrique XIII de Reuss”. Obviamente, pensaban tomar el Parlamento, y para ello contaban con la exdiputaba Birgit Malsak-Winkemann, jueza en Berlín.
El grupo se hacía llamar Patriotische Union o El Consejo (Der Rat) y había comenzado a reclutar policías y militares en activo. Esa fue la señal para indicar a la inteligencia alemana que el movimiento subversivo era mucho más que cuatro chiflados unidos por el rechazo a las vacunas contra el Covid 19, o las delirantes conspiraciones de QAnon. Había comenzado a circular entre ellos literatura antisemita y los papeles de Steve Bannon, el ideólogo de Donald J. Trump.
La dificultad era con el propio pasado de Alemania. Apenas un siglo antes, el 8 de noviembre de 1923, se había producido “el Putsch de Munich” contra la República de Weimar. Adolfo Hitler junto a tres camaradas de su intimidad y con la Tropa de Asalto, las temidas SA, aprovechó que daba una charla Gustav von Kahr, gobernador de Baviera, hombre muy nacionalista y conservador, para intentar dar un golpe partiendo de una cervecería. No pudo. Fracasó y acabó arrestado por la gendarmería. Pero 10 años más tarde los alemanes lo eligieron para poner orden en la casa y en Europa. No habían leído lo que escribió en Mein Kampf, en Mi Lucha, o los que lo habían leído no lo creyeron. Suponer que asesinando a varios millones de judíos, o a todos los judíos, incluso a los niños, se acabarían los problemas en Europa. Era mucho más que un desalmado: se trataba de un descerebrado profundo.
El episodio de la cervecería sirvió para presentarlo en sociedad, a todos los alemanes. Como el “ataque al Moncada” sirvió para presentar a Fidel Castro a todos los cubanos. Como el intento de salir de Carlos Andrés Pérez mediante la violencia le sirvió a Hugo Chávez para que lo conocieran todos los venezolanos. No importaba que hubieran fracasado. Cuando se presentó una segunda oportunidad y la sociedad estaba desesperada le echaron mano a Hitler, a Castro y a Chávez. Sólo hay una salida de esos aventureros y de esa ratonera: la democracia, las instituciones y la ley. Sólo esa.