Nos volvemos desproporcionados en nuestras acciones, dígase extravagancias, agresividad, manías de grandeza, de perfección. También aplica el ostracismo extremo para encubrir nuestra fragilidad. Todas estas mascaradas están prestas, usualmente, al exhibicionismo, incluso hasta el ostracismo se hace ostensible por su silencio hermético. Tangenciales maneras de huir de quienes somos realmente, haciendo oídos sordos a nuestro destino más genuino.
En la contraportada de nuestros silencios suicidas -suicidas por innecesarios, persistentes, mutiladores- sobrevive un montón de gritos prohibidos por el miedo. Inicialmente eran palabras con su cadencia natural para comunicar, pero quedaron atrapadas en tierra de nadie por los miedos conclusos para sentencia. Aquellos que llevan a autoculparse porque no reconocen su inocencia original. Entonces el cuerpo somatiza esos miedos convirtiéndose en carne de cañón de nuestros silencios más graves.
El silencio sanador es como un mimo que el alma le hace al cuerpo frotándolo con su paz profunda. El silencio debe ser morada que enaltece el alma. La circunstancia más propicia para la autoconfesión. El silencio como sólida pista de despegue para propulsar mensajes de luz, no el victimario que nos atrapa con sus juegos de fantasmas.