Materialmente, la URSS se disipó en 1992. Pero sobrevivió como un virus mental en las cabezas de quienes crecieron dentro de sus fronteras y, como Vladimir Putin, anhelaban su regreso. La desaparición de la Unión Soviética fue «la mayor tragedia del siglo XX», dijo alguna vez el actual inquilino del Kremlin.
Esta mentalidad soportó años de parasitismo, viviendo de sus anfitriones, esperando un debilitamiento del cuerpo para recuperar el control total. Tómese por ejemplo al ejército ruso, que no ha podido deshacerse del infame desprecio estalinista por las vidas humanas, de las viejas doctrinas soviéticas, las tácticas militares y la corrupción endémica a pesar de varios intentos de reforma.
En ese sentido, la URSS está más viva hoy de lo que cualquiera pensaría. Un zombi en la vida real que, simplemente, se niega a morir. Esperemos que el fiasco de la guerra en Ucrania finalmente desencadene su completa destrucción.