Del buen salvaje al mal ciudadano

El contrato social y Emilio los publicó Rousseau en 1762, y se enfocan en la educación de la juventud. Aquellos libros causaron la persecución de su autor, tanto desde Ginebra como desde París. Tuvo que huir repetidamente. Luego regresa a Francia en 1770 y ya no se va más. Muere en 1778, a la vez que Voltaire. Los restos de ambos descansan en el panteón de Francia como intelectuales de más renombre de la nación, de alcance mundial.

Jean-Jacques Rousseau pretendió comprender algunas de las claves de lo que somos los seres humanos y dar recomendaciones de lo que debemos hacer y ser. Pero no deja de ser un hombre de su época, un inaugurador entonces. Mas pretender que sus suposiciones son válidas en la actualidad es como estimar que Copérnico es el más agudo astrónomo de todos los tiempos.

Las ideas rousseaunas, muy poco sustentadas en la ciencia (que durante su vida apenas comenzaba su andar) son a la luz de los conocimientos actuales más bien asertos fantasiosos. Si aún hoy se le discute con apasionamiento es por la muy pobre capacidad de las humanidades de cribar conocimiento y dejar los hechos en sus esencias.

Si uno lo mira con lupa, las contradicciones en los planteamientos de Rousseau afloran. Personalmente no realizó algún estudio de campo, no hizo ninguna observación concreta o viaje para solidificar sus suposiciones y proposiciones intelectuales. Sin embargo, hace afirmaciones rotundas de cómo había vivido el ser humano en épocas pretéritas. Acuna el concepto del salvaje inocente. Cuando habla de cómo debe ser educada la juventud, recordemos que fue un padre fallido, sus cuatro hijos fueron criados en un orfanatorio.

Rousseau pretendió vislumbrar un buen salvaje en nuestro origen social. Pero sus afirmaciones son simples asertos o especulaciones de una mente e imaginación librada de las ataduras culturales medievales, luego de la Ilustración.  Aparte de su falta de estudios fácticos, Rousseau hablaba y pensaba no de seres humanos individuales sino de un ser-humano-masa. Y es exactamente este el punto crítico, que deja sin validez sus supuestos, porque una sociedad humana, un pretendido contrato social, es entre individuos, no entre soldaditos de plomo, abejas u hormigas. Este es el grave problema del cuerpo de saber que se ha dado en llamar “Sociología”, que en las actuales circunstancias debiera llamarse Socialismología. La “humanidad”, o el “pueblo”, no es una masa informe de moléculas humanas sino individualidades que concurren en ecosistemas de individuos cooperantes-competidores, del que destacan los excepcionales, que son los fundadores, los imprescindibles.

El humanismo es un constructo social. Un acuerdo trabajosamente construido. No es una derivación de nuestra animalidad ni permanece estático en el tiempo. Desde luego que algo retiene de nuestra animalidad gregaria, pero la emergencia humana se debe a la excepcionalidad de individuos creativos y fundadores, que se han liberado (y nos liberan) de nuestras miserias zoológicas. Y son esos determinados individuos que se salen de la manada humana, los que van librando a la humanidad de ser una recua porcina. La sociedad es un ring donde hay clases en permanente lucha. Y la historia no es fatalismo económico.

La evolución cultural no va en los lomos de la masa en estampida. La masa humana va moviéndose apenas en la Historia, mientras es halada por el sacrificio de arriesgados inauguradores.

La revolución francesa no la hizo cuchillo en mano un grupito de pescaderas, sino algunos intelectuales que se adelantaron a su época, el mismo Rousseau, Voltaire, Diderot, los enciclopedistas… Algunos lo pagaron caro; por ejemplo, Lavoisier y Condorcet, que llegaron a participar de la Revolución Francesa y fueron masticados por malos ciudadanos que se creyeron en el derecho de refundar Francia mediante el terror, es decir, guillotinar toda idea alternativa, cercenando cabezas.

La humanidad no evoluciona en estampidas de malos ciudadanos o en barricadas e incendios callejeros, sino en un paulatino y dudoso ir detrás de los genios inauguradores. Es con los métodos de la Ciencia (derivados del método de Descartes: someter todo a duda, la “duda sistémica”) donde más eficientemente se ha logrado localizar al superdotado mentalmente, y luego dejarle espacio para que accione y cree, al menos en culturas (contratos sociales) donde se controla el azar del mundo y la envidia de los mediocres. De esta manera, la verdad a veces aflora de la igualdad originaria y de la marea de dudas, disquisiciones y discusiones. Así fue como emergieron del medioevo los países del norte de Europa, sobre la base del recurso natural mas valioso: la materia gris.

En Humanidades no ocurre así. Aun hoy, los literatos e intelectuales tendemos a continuar subrayando, citando y discutiendo lo que dijeron Confucio, Platón, Aristóteles, Lao Tse, San Agustín, Rousseau, Voltaire, Bujarin, Marx, Lenin, Gramsci, Sartre, Derrida, Foucault… Pero no hemos salido de las históricas miserias por la palabra precisa de uno u otro pensador.

La emergencia civilizatoria se debe en lo fundamental a la sistematicidad y positividad de la Ciencia y la practicidad y productividad de la Tecnología. Eso es lo que me permite llevar en mi bolsillo una multiplicada Biblioteca de Alejandría. Pero algunos aún pretenden que la palabra de un intelectual puede cambiar la evolución cultural. Es hoy el caso del mal llamado “marxismo cultural”, cuya paternidad se le achaca a Gramsci escribiendo en una cárcel.  ¿En serio, señores?

En ciencia y tecnología, es impensable que cada cual se crea vaca sagrada o que se pretenda que un libro es un abracadabra social. Las disquisiciones y adquisiciones de los científicos inauguradores son sometidas a feroz duda y paulatinamente convertidas en herramientas, módulos, escalones, para hacer crecer la cultura. Van estableciendo rutas críticas y núcleos más probables, en forma de fórmulas, modelos, esquemas, mapas, hipótesis, planos, patentes. Los conocimientos más solidificados e indiscutibles sostienen ramas o módulos más recientes y discutibles. Solo a veces, hay que cambiar hasta algunas raíces.

Pero volvamos a Rousseau. Sus libros, más ensueño que propuesta terrestre, costaron vidas.  Aún hoy pretenden sostener alguna pretensión vampiresa si las estructuras sociales no evitan que la maldad y el egoísmo de cada uno se vea contenido por el de los otros. Veremos cuándo dejamos finalmente el escalón del buenismo en el lento ascenso del Proceso Civilizatorio. Por ahora, está produciendo malos ciudadanos y fallidos contratos sociales. Mientras, el que visite el panteón de Francia no debe dejar de pararse respetuosamente unos instantes ante los restos de Rousseau. Fue un tipo valiente, interesante e inaugurador. Fue.