No me sentaré en una mesa con el plato vacío para ver comer a otros y diré que yo también soy un comensal. Si yo no pruebo tu comida, el hecho de sentarme en tu mesa no hará de mí un comensal. −Malcolm X
No queda absolutamente ninguna duda de que Rizos de miedo en La Habana (Neo Club Ediciones, 2021), de José Hugo Fernández, es un ensayo temible y severo. Como temible y severa es toda verdad histórica, como en el caso que nos ocupa.
Ya desde el primer capítulo, El hombre del saco, el autor devela sus potestades sostenidas desde esa lógica de transgresión necesaria, pero que muy pocos cometen atemorizados ante una sacralidad que, de tan gratuita y raída, tiene como destino único el infortunio que representa el proceso de momificación en escuetas bibliotecas de colegios primarios.
Con un mito legendario –El hombre del saco– como leitmotiv para replantear sus latitudes temáticas, Rizos de miedo en La Habana nos reta, hirviendo y frontalmente, al abordaje del negro, del racismo y de la discriminación racial en Cuba que, en este minuto –de conjunto con la violencia de género– representa el tema que más preocupa [y al mismo tiempo del que menos se ocupa] a una parte significativa de la sociedad civil toda en la isla.
La entronización de su perspectiva [la de José Hugo Fernández] comienza, precisamente, en el cuestionamiento del llamado “acervo cultural” que, bien sabemos, también ha sido pieza de la maquinaria del blanqueamiento de la historia y donde los negros han cargado, siempre, con la peor parte hasta el sol de hoy.
Dinamitar las creencias y saberes que damos por sentado –como nación en conciencia de sí misma– es la carta de presentación de un ensayo que ha sido escrito [quizá su divisa más alta] sin las estridencias que blancos y negros musulungos le han imprimido a sus discursos sobre la racialidad en la isla en los últimos tiempos y dentro de los márgenes de un régimen absolutamente abocado a su condición ideologizante:
“[…] Jamás nos preguntamos por qué El hombre del saco era negro, por qué tenía que serlo indefectiblemente. Ni siquiera se lo preguntaron los niños negros, a los cuales ocasionaba tanto pavor como a los blancos. Después, pero mucho después, descubriríamos que El hombre del saco era una patraña menos ingeniosa pero algo más pérfida que la de los Reyes Magos, y que la verdadera amenaza, la quintaesencia del peligro que creímos ver en él, radicaba en la causa de su invención: el miedo al negro, y a todo lo negro, un estigma que ha obstaculizado el ascenso del pueblo cubano a la modernidad, desde siempre y hasta hoy mismo, incluso desde antes de que tuviéramos una conciencia y una auténtica identidad nacional. Descubriríamos que sobre ese miedo se asientan las mayores tragedias de nuestra historia, así como la más perseverante pobreza […]”.
Como todos, José Julián Martí Pérez también es obligado a rendir cuentas –a la revisitación honesta– en este ensayo que, más allá de discordias de maquillaje corrido que abundan en los suaves latifundios de las academias e instituciones culturales en la isla, incomoda por el acto de deconstruir toda zona de confort histórica, analítica, sociológica, política y cultural. La indagación de Rizos de miedo en La Habana no se apiada –de entre sus virtudes a agradecer infinitamente– del héroe nacional, quizá el memorial/símbolo más sacro de la historiografía cubana. Pero su corrección a José Julián no es la mera pose de un adolescente contestatario, sino la honradez de un ensayista que nos habla sobre el miedo y sobre el daño histórico de ese miedo:
“[…] En el año 1893, dentro de una etapa de apogeo para el maremagno de resentimientos y desconfianzas de carácter racial entre cubanos, José Martí escribió: ʻen Cuba no hay temor alguno a la guerra de razasʼ. Su afirmación no era exacta y él debió ser el primero en saberlo. Cabe suponer que esta frase no fuera sino uno de esos recursos semánticos que suelen utilizar los líderes para enunciar como hechos lo que en realidad no son sino propuestas de metas. Creo que existen pruebas suficientes para no dudar del dominio que poseía Martí en torno a los pormenores de la causa y del escenario que estaba defendiendo, menos para situar en entredicho la nobleza de sus intenciones y aun de sus palabras. Sin ir más lejos, en ese mismo texto aseguraba: ʻtodo lo que divide a los hombres, todo lo que los específica, aparta o acorrala, es un pecado contra la humanidadʼ.
En todo caso, la verdad es que si bien Martí logró que los patriotas de la Isla decidieran deponer sus recelos mutuos en aquella ocasión para dar prioridad a la lucha contra el dominio colonial (un acierto debido en no poca cuantía a sus recursos semánticos), esto no significaba que entre ellos no existiera temor alguno a la guerra de razas. Tampoco significó que el Apóstol consiguiera notables adelantos en cuanto a la disolución de las causas de aquel temor […]”.
Aunque Rizos de miedo en La Habana realiza un bojeo desde los orígenes del miedo al negro y el punto de arrancada del racismo en Cuba –con matices, datos y consultas que suelen escasear en la obra de otros ensayistas e historiadores anteriores−, su descripción del panorama en la llamada etapa de La República es puntual, en tanto se manifiesta que la no redención y trascendencia del negro, después signar con sangre las guerras independentistas, no era siquiera ninguneo o desagradecimiento, sino voluntad política:
“[…] Un repaso somero a la historia de nuestro país durante las primeras décadas del siglo XX, será suficiente para dejar por sentado el comportamiento no solamente absurdo, sino irracional, innoble y bárbaro con que la mayoría de los cubanos blancos con liderazgo político y económico retribuyeron el sacrificio de sus compatriotas negros y compensaron su determinante ayuda para la acumulación del poder y de las enormes riquezas que ellos disfrutaban en estatus de privilegio.
Desde la imposibilidad de aspirar a fuentes de empleo decorosas y solventes, hasta la negación del acceso a la instrucción y al progreso, por no mencionar las trabas para impedir que desempeñasen cargos en las altas esferas de la política. Desde las más burdas normativas de segregación social y económica, hasta el tropiezo con un infranqueable legajo de reglas y una escala de valores que les condenaban a la marginación de por vida. Desde el rechazo, la condena, el ninguneo ante sus manifestaciones culturales y sentimientos religiosos; desde los constantes atropellos y asedios policiales, desde el torcimiento del ejercicio de la ley con arreglos para su perjuicio, hasta las campañas de difamación encaminadas a justificar el asesinato y apresamiento de sus líderes, o especialmente elucubradas como planes para reprimirlos, replegarlos, reducirlos provocando guerras que no eran sino coartadas para el crimen masivo. Ese es el paisaje que refleja la historia de nuestro país en plena etapa republicana, derrotado ya el dominio colonial de España, y transcurridos varios decenios desde la fecha en que fue firmada la derogación nominal del sistema esclavista.
Lejos de atenuarse con el ritmo de las transformaciones, más o menos radicales, y el decurso histórico, el miedo al negro se enquistó bajo una capa maligna entre el egoísmo consciente y los aturdimientos al nivel de subconsciencia del cubano blanco […]”.
Una pregunta puntual de Rizos de miedo en La Habana –“cómo se explica entonces que después de seis décadas de discurso oficial antirracista sin lugar para contraposiciones, este mal no haya perdido terreno en la idiosincrasia del cubano blanco”− respecto a la raigambre del “miedo al negro” es la columna vertebral de un ensayo que llega puntual y exacto a los debates sobre el devenir de Cuba en el poscastrismo.
Precisamente por ello es imposible no coincidir con José Hugo Fernández cuando reafirma que, por lo que se ve, El hombre del saco ha deambulado mucho y desde hace mucho tiempo por las calles y campos de Cuba.
“[…] Y no es posible experimentar sino frustración, junto a una inquietud que desemboca en nuevas interrogantes, al comprobar que las alegaciones que le dieron vida en siglos anteriores son intrínsecamente iguales a las que conservan y alimentan su vigencia de hoy: negro ladrón, negro violador, negro buscapleitos, negro holgazán, negro amenazante, negro transgresor de la ley y de las buenas costumbres.
Por ello, a la vez que emociona revisar las conquistas de la modernidad, sobrecoge, asusta la constatación de que sus bases históricas aprietan un firme nudo con los episodios de la esclavitud y del tráfico negrero […]”.
De entre los textos imprescindibles –y de obligada asignatura– que los actores de la llamada sociedad civil independiente, que están encarando la pelea para poner fin a más de sesenta años de autoritarismo y comunismo en la isla, se encuentra Rizos de miedo en La Habana.
No se trata siquiera de vencer “el miedo al negro” –y a lo negro– como exhaustivamente aborda José Hugo Fernández en el presente ensayo, sino simple y honestamente embarcarse en su lectura. Quiérase o no, las expresiones del racismo no solo se grafican, en este mismo minuto, en los mapas represivos de la policía política contra las voces que disienten. Tanto el aparato coercitivo que financia el Partido Comunista, como las estructuras de poder institucional y privado, suelen compartir la fatídica sentencia de que los negros le deben a la historia [por la abolición de la esclavitud] y a la revolución socialista [por una equidad que quedaría varada en las promesas].
Negar que el problema del negro, y de lo negro [insisto], es un tema excepcionalmente puntual para cualquier proyecto de nación que se focalice, es querer repetir las tesituras y acordes bajo los cuales se compuso la sinfonía del racismo. El análisis conjunto de Rizos de miedo en La Habana –junto a otros textos, pocos, pero también valiosos−bien podría referenciar el retorno a un debate que el ego, y las malas costumbres heredadas, han silenciado dentro de la sociedad civil en la isla.
Rizos de miedo en La Habana es muchísimo más que lo reseñado en estas páginas y en cualesquiera otras que la sucedan. Es un ensayo de autoridad, de obligada referencia si es que la Cuba que se anhela hoy realmente es con todos y para el bien de todos. Leer este texto, en su totalidad, deja sin duda alguna ese afán de realfabetizarnos como sujetos cívicos y responsables con la historia.
Tal y como deslizó su autor:
“[…] Nosotros nos conformaremos con dejar constancia de la inquietud y las interrogantes que afloran al comprobar más de una coincidencia entre las causas que inspiraron el miedo al negro digamos en los inicios del siglo XX, y las que continúan inspirándolo cien años más tarde, es decir, hoy, revolución mediante […]”.