El General de las Tres Guerras iba a hablarme al oído, pero el Jefe de Brigada interrumpió: “es tu mejor oportunidad, soldado”. Yo era un soldado. Cada vez que me llamaban de ese modo, tenía la impresión de estar “soldado” a una verja con todos los hierros. Había ensayo a toda hora. “Tirar y tirar bien”, la única consigna de los labios. Y yo de ningún modo aprendía a tirar como ordenaba la consigna. Ni bien ni mal. Pero el jefe confiaba: “ese soldado nos va a dar una sorpresa”. Y llegaba el día del desfile. Y las marchas por los héroes de regreso al hogar. Los ensayos. La consigna. El acto. Tenientes, generales, coroneles… y cargamos las AKM. Y disparamos, aunque yo dije que no dispararía. Que nunca iba a aprender porque yo había nacido para escribir sobre el disparo de los otros. Yo nunca supe disparar. “Yo no sé disparar, señor”. Aquí no hay señores y usted si sabe disparar, soldado, dijo la voz. Y apreté el gatillo. Y descargué las balas que jamás salieron. Y todos felices, el soldado debilucho se incorporaba el arma después de descargar… Y el coronel en su discurso. Y el homenaje transmitido a millones de manos que sepultan al unísono los cadáveres. Y el llanto por los leales y valientes hijos. Y las madres, padres, abuelos, abuelas, esposas… y el llanto. El aplauso. Las lágrimas de gloria. Y aquí está el relevo seguro, los que mañana partirán a otras tierras. Ya tienen las armas empuñadas. Sólo faltan las cabezas enemigas. Ya ellos apuntan y el enemigo anuncia que asomará su odio… y no les vamos a permitir un solo milímetro de avance, cada uno de ustedes significa un metro de costa defendida las veinticuatro horas. Los muertos. Los nombres de los muertos. Los apellidos de los muertos. Las cajas de los muertos. Las medallas de los muertos. Y el soldado muerto de miedo. Y la escopeta pesa tanto en sus hombros. Él la desmonta, le salen llagas, en tres años le han vendido un solo traje. Está pálido. Raído. Casi roto. La escena es expectante. El silencio sepulcral y sobre la necrópolis hay nubes.
Y si comienza a llover este soldado no puede mojarse, le da gripe. Tiene asma. En la tribuna las palabras que vindican… Y yo, soldado-cabeza-tronco-extremidades, hecho-polvo-de-la-patria, comprendo-la-oportunidad. Y espanto la mosca que desde los cadáveres es enviada por uno de los soldados triturados por las balas.Y yo capto la contraseña.Y digo que sí al soldado que me guiña un ojo desde el nicho.Y la única manera de protestar es mover el arma que no se ha disparado. Y la muevo de un hombro a otro. Todo es silencio. Sólo se escucha la voz del que está al mando. Y la impaciencia porque cuando un soldado envía una orden desde su tumba, hay que cumplir. Y al cambiar el arma de un hombro a otro, la camisa también habla, exige rapidez, alarmada por el arma que sigue en ese hombro izquierdo y delgaducho, la tela acabará rompiéndose y el acero traspasará la piel del soldado. Y el soldado soy yo. Soy yo el que mueve el arma, sin otra intención que pasar inadvertido, señores. Y aquí ya le dijimos que no hay señores. Que somos camaradas. Y compañeros. Y soldados. Y oficiales… y se ofendió la mosca. Y caga las cuartillas. Y el hombre limpia. Detiene el discurso para pasar sus manos de hombre decente por la página ultrajada.Y vuelve a cagar la mosca. Y el hombre dice:“aquí hay gato… no es de mosca, esto es mierda de hombre”. Y es que tal vez la mosca no es la mosca, la mosca es el soldado que se cagó en su tumba y se cagó en la madre que lo parió y las millones de madres belicistas y los ríos que no enviaron aguas para lavarle las heridas y en la ausencia de congratulaciones en sus días festivos arrancados de todos los almanaques y en los besos muertos de su boca. Y ahora la mosca es el ala sabia, la emisaria que trae a las cuartillas del orador la mierda del guerrero. Del hombre arrepentido de su muerte. Sus distancias. Sus iras. Sus fobias. Sus balas. Y las balas enemigas. Y este armatoste me abre un hueco en las carnes de mis hombros.Y soy otro de esos cuerpos que están dentro de sus cajas. Y por fin el disparo que nunca se había disparado. Porque el soldado nunca supo hacerlo. Otros piensan que sí, y él todavía no aprende. Y ya la cambia de un hombro a otro. Y la lleva del izquierdo al derecho. Y en el trayecto se dispara. Y ya el tiro roza las cuartillas en la alta tribuna. Y corren todos. Y yo sé que nunca más vendrán a citarme, en mitad de la muchedumbre que enterraba los huesos de otros “soldados”, “adheridos”, “cosidos” en esa mentira que es estar vivos y eternos en la muerte, quedó demostrado su peligro de mosca. Y pelotón. Firme. Licéncienlo ahora mismo por no cumplir en el momento decisivo. En nombre de Calixto García, que prefirió darse un tiro antes que rendirse, licéncienlo, dijo quien sujetaba con las manos temblorosas las cuartillas donde la bala imprudente abriera fuego.