Cuba invertebrada
Según el cartógrafo José María de la Torre, eran treinta los antiguos cacicazgos de la Isla de Cuba. Así que el problema del cubano invertebrado -el relajito, la rencilla, el brete, Humberto López, etc.- pudiera ser anterior a Colón (sin olvidar que los caribes se comían vivos a los guanahatabeyes). Y ya se puede imaginar con la llegada de los también invertebrados españoles.
Los gorriones
A mediados del siglo XIX, en Santi Spíritus, fue juzgado un gato por comerse un pajarito. El hecho tuvo lugar en torno a la llamada “Crisis de los Gorriones”, durante la cual los españoles llevaron a juicio a varios «cubanos» por eliminar o pretender eliminar a esas aves, altamente depredadoras. Los españoles habían introducido al gorrión en Cuba con el objetivo de poblar la isla con aves auténticamente peninsulares y desplazar a las nativas, y el ecosistema se resentía, y los sembrados criollos. Cuando aquello los “cubanos” aún no eran cubanos formalmente… quién sabe si fueron estos pajaritos los detonantes del nacionalismo parasitario que desembocó luego en la robolución cubana.
«El Cuerpo Militar de Voluntarios, una organización española dedicada a mantener el orden en ciudades y pueblos, prototipo de las milicias fidelistas, los comités de la defensa de la revolución y los grupos de acción rápida, adoptó como símbolo el gorrión frente a la bijirita mambisa», ha recordado el historiador Manuel Márquez Sterling en la revista Herencia Cultural Cubana. En Cuba, hasta los gorriones son un producto de importación, tradición a la que se acogería desde el principio la robolución castrista.
Que el muerto lo ponga otro
Supuestamente, según el autor de Los zapaticos de rosa, había que impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extendieran por las Antillas los Estados Unidos y cayeran, “con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”. Pero dígase lo que se diga, cuando en 1898 Estados Unidos intervino en la guerra hispano-cubana libró a los independentistas, a todos los cubanos, de un desangramiento interminable. De hecho, ya habían solicitado su presencia, por activa o por pasiva, numerosas figuras históricas —esas a las que el nacionalismo insular suele llamar patriotas o fundadores de la nación—, desde el mismísimo “Padre de la Patria”, Carlos Manuel de Céspedes, pasando por Ignacio Agramonte, hasta el generalísimo Máximo Gómez (omito decenas de nombres ilustres para no perdernos en enumeraciones caóticas), circunstancia que la historiografía oficial cubana esconde ladinamente.
Pero no solo intervino Estados Unidos, sino que además puso a funcionar a un país devastado por la guerra. Construyó escuelas y carreteras, distribuyó becas, erradicó enfermedades (el Plan de Saneamiento de la Isla), otorgó rebajas arancelarias a los productos cubanos, montó sistemas de drenaje y alcantarillado, garantizó la paz militarmente, con el enorme gasto que ello conlleva… En “agradecimiento”, Cuba desarrolló a continuación una de las culturas más antiamericanas del continente (más “antiimperialistas”, dirían sus sostenedores), cuyo colofón, la llamada “revolución cubana”, se define a sí misma en oposición al vecino del norte. Muchos de nuestros compatriotas, en una suerte de éxtasis de ingratitud, solo se acuerdan del episodio de la intervención estadounidense para culpar a los americanos de haberle querido robar a Carlos J. Finlay el descubrimiento del mosquito que provocaba la fiebre amarilla.
“Que ponga el muerto otro”, pensarán —o más probablemente: sentirán— los americanos. Sobre todo porque ya pusieron el muerto una vez y han comprobado por sí mismos, sobre todo tras el triunfo de la robolución castrista, cómo los cubanos cayeron, como una fuerza más, sobre todo lo que Estados Unidos significa.