[…] Escudriñando con atención estas tinieblas,
durante mucho tiempo quedé lleno de asombro,
de temor, de duda, soñando con lo que
ningún mortal se ha atrevido a soñar; pero el
silencio no fue turbado y la movilidad no dio
ningún signo […].
Edgar Allan Poe ‒El Cuervo‒
Existen autore(a)s que no necesitaron escribir un libro para legitimarse como escitore(a)s. En un solo poema entregaron el desgarro y el ansia de trascender sus voces a cambio de nada, pero amándolo todo: la vida y la alucinación que en ocasiones nos asiste para sostenerla; el abismo y esa enajenación donde otros vacilan temerosos del vacío. Ciudad Nuclear mon amour, el poema que Katherine Bisquet (Cienfuegos, 1992) nos lega como revancha, es de esos textos, únicos, que obligan a detenernos y replantearnos la existencia misma, literaria o no.
El Cuervo de Poe y la Ciudad Nuclear de Bisquet bastaron para que ambos ‒en sus dominios, distancias, distinciones y modos de entrever sus circunstancias‒ se irguieran más allá de las signaturas, y de la presunción estética que solemos utilizar para enmarcar el desasosiego que implica deberse a la poética de la complicidad. A fin de cuentas, un poema nunca será un rosario de salvación, sino la salvación en sí misma.
“[…] No has visto nada en La Ciudad Nuclear.
Nada.
-Lo he visto todo,
todo.
He visto el policlínico,
estoy segura.
Existe un policlínico en La Ciudad Nuclear.
¿Cómo podría no verlo?
-No has visto el policlínico en La Ciudad Nuclear.
No has visto nada en La Ciudad Nuclear.
-Cuatro veces al reactor.
-¿Qué reactor en La Ciudad Nuclear?
-Cuatro veces al reactor en La Ciudad Nuclear.
He visto a los ingenieros pasearse.
Los ingenieros se pasean, pensativos,
a través de las paredes de hierro,
el desmantelamiento,
a falta de otra cosa […]”.
Para comprender la Ciudad Nuclear de Bisquet, su obsesión por nunca olvidarla a toda costa, habría que comprender primero el marasmo de un país que alguna vez danzó en torno al espejismo de ser, más que isla, un reducto donde sostener ‒a conveniencia‒ los últimos cerrojos de una Guerra Fría.
Una ciudad que nunca pudo ser nuclear. Una ciudad que a duras pena podría llamarse ciudad, a pesar de que miles de personas decidieron quedarse tras el abandono del proyecto, y a expensas de la marginación gubernamental.
“[…] Las justificaciones,
a falta de otra cosa.
Cuatro veces al reactor.
He mirado a los ingenieros,
he mirado, incluso yo,
pensativa, el hierro,
el hierro vulnerable como la carne.
He visto la gran cúpula.
¿Quién lo habría dicho?
Pieles jóvenes, sacrificadas,
sobrevivientes,
todavía en la pena del sufrimiento […]”.
Ciudad Nuclear mon amour, es como un destierro al tiempo que un sentido de pertenencia. Una disyuntiva que no comulga con la resignación, sino con un acto de rebelión que se niega a la desmemoria sin importar que el precio suponga descomponer el corazón y volverlo verso. Y es ahí donde se ubica, con exactitud de vértigo, la magistral pericia poética de Bisquet.
“[…] La temperatura del sol en la plaza.
¿Cómo ignorarlo?
El mar… muy sencillo.
-No has visto nada en La Ciudad Nuclear.
Nada.
-El desmantelamiento se ha hecho con la mayor seriedad posible.
La historia se ha hecho con la mayor seriedad posible.
La historia es tan bien contada
que los otros apenas saben.
Siempre uno puede gritar.
¿Pero qué puede hacer el otro,
si no sabe nada?
Siempre he pensado en el destino
de la Ciudad Nuclear.
Siempre.
-No.
¿Por qué habrías pensado?
-He conocido gente.
En el 91,
no me lo he inventado,
desde el 91,
miles de personas aparecieron desde la electronuclear,
y el fracaso.
Y esas personas viven…aquí. Los he visto.
Me lo ha contado la gente.
Los he visto.
Desde el 91,
desde el 92,
desde el 93.
-No has visto nada […]”.
Si en Poe la persistencia del Cuervo fue confrontación ‒“[…] quise encadenar las ideas buscando lo que auguraba el pájaro de los antiguos tiempos […]” ‒, en la Ciudad Nuclear Bisquet insiste en la premisa de traducirnos los fragmentos dispersos, quizás en busca de conciliar el tiempo que transcurre en una ciudad utópica y ese otro tiempo que discurre en su rebeldía. Es poeta, pero también persona. Es poeta, pero también sangra. Es poeta, pero también tiene el derecho a elegir entre el olvido y ese “nunca más” del hormigón y el acero clamando por un dios.
“[…] Desde el 94.
La Ciudad Nuclear se llenó de sus fracasos.
Por todas partes, radioquímicos y electronucleares,
y termofísicos…
No me he inventado nada.
-Lo has inventado todo.
-Nada.
Igual que en la vida,
esta ilusión existió,
esa ilusión de lograr un sueño.
He tenido la ilusión de que jamás olvidarán.
Igual que en la vida.
También he visto a los descendientes,
a los que estaban en el vientre.
He visto la conformidad,
la inocencia,
el desconocimiento aparente
de los herederos de La Ciudad Nuclear,
que se acomodan a un destino tan injusto,
que la imaginación,
habitualmente tan fecunda,
ante ellos, se cierra […]”.
Ciudad Nuclear mon amour, publicado por Ediciones Sinsentido (La Habana, 2020), es un poema feroz. Un poema terrible que nos agarra desprevenidos; que nos recuerda que ninguna resiliencia es posible si antes no transitamos el acto de amor homicida que representa recordar; que no es justo salir ileso cuando sabemos cuáles muros nos sostienen por dentro mientras afuera todo se derrumba.
Un poema que duele. Después de su lectura es imposible no quedar endeudados.
“[…] Nada.
Igual que en la vida,
esta ilusión existió,
esa ilusión de lograr un sueño.
He tenido la ilusión de que jamás olvidarán.
Igual que en la vida.
También he visto a los descendientes,
a los que estaban en el vientre.
He visto la conformidad,
la inocencia,
el desconocimiento aparente
de los herederos de La Ciudad Nuclear,
que se acomodan a un destino tan injusto,
que la imaginación,
habitualmente tan fecunda,
ante ellos, se cierra.
Escucha, lo sé.
Lo sé todo. Cómo continúa.
-Nada.
No sabes nada.
-Las mujeres crían a sus hijos.
Pero continúa.
Los hombres corren el riesgo.
Pero continúa.
Situaciones desiertas.
La costa araña.
Ha arañado a esta gente.
El hambre.
No hay tierra en la ciudad entera.
La furia de una ciudad entera.
La furia de una ciudad entera.
¿Contra quién la furia de una ciudad entera?
La furia de una ciudad entera…
¿contra qué?
Escúchame.
Como tú, conozco el olvido.
-No.
No conoces el olvido.
-Como tú, estoy dotada de memoria.
Conozco el olvido.
-No.
No estás dotada de memoria […]”.
Katherine Bisquet en su Ciudad Nuclear nos obsequia, con humildad, un legado. Dependerá de cada lector, en su dominio privado o público, la apropiación que nos podría servir de amparo y de amuleto cuando las encrucijadas de la sobrevida toquen a degüello.
Ningún suave latifundio puede encerrar a Ciudad Nuclear mon amour, ni a su autora, en esas categorías literarias inamovibles y maniqueas que solo han sido útiles para el adorno de estanterías o anaqueles que los cuervos no revisitan. A deshacernos de esas cargas, inmerecidas durante décadas, nos enseña esta joven autora con todo el tiempo del mundo por delante.
Hágase la luz.
“[…] Como tú, yo también he intentado luchar con todas mis fuerzas contra el olvido.
Como tú, he olvidado.
Como tú, he deseado tener una memoria inconsolable,
una memoria de sombras y piedras.
He luchado por mi cuenta,
con todas mis fuerzas,
contra el horror de ya no entender
la necesidad de acordarse.
Como tú, he olvidado.
¿Por qué negar la necesidad evidente de la memoria?
Escúchame.
Todavía sé.
Volverá a empezar.
Miles de jóvenes.
Son cifras oficiales.
Volverá a empezar.
Habrá calor sobre la tierra.
Así es Cuba, dirán.
El asfalto arderá.
Un profundo desorden reinará.
Una ciudad entera será destruida y se convertirá en cenizas […]”.