El testimonio de esta valiente periodista cubana se publicó como parte del especial International Women’s Day 2021. Ha sido firmado con el seudónimo de ‘Camila’.
Una tarde me llamaron de la dirección. El profesor guía, que estaba en ese momento al frente de la clase, se quedó perplejo. Yo era la estudiante más disciplinada, no había suspendido ni una sola prueba, había sido jefa de destacamento el año anterior… Era, en fin, una puntualita. Y a los puntualitos nunca los llamaban de la dirección. El profe no entendía el tono acusador del otro profesor que se paró en la entrada del aula y me ordenó: dice la directora que dejes todo eso y vayas a verla.
-¿Tú dijiste que aquí no hay libertad de expresión? -preguntó ella.
Rápidamente caí en la gravedad del asunto. No por lo que había dicho, sino por las consecuencias. Me levantarían un acta, anexada con presilla a mi expediente escolar, una “mancha”, como decían. En cuestión de minutos sobrevinieron los temores de cualquier adolescente de 14 años: mi mamá me regañaría preocupada -por decir las cosas, nunca por pensarlo, como hasta el día de hoy hace-, no cogería la Lenin, la escuela a la que aspiraba para asegurarme una carrera universitaria. En mi cabeza había echado a perder nueve grados, nueve años, de conducta intachable.
-Tú dices todo eso porque tu familia está afuera, tú no sabes lo que significa, eso es lo que tú oyes decir a tu familia cuando viene -siguió la directora.
Recordé mi comentario de unos días atrás. No fue en respuesta a nadie, en ninguna discusión. Dije que en Cuba no había libertad de expresión como quien dice que el pan de la bodega huele a harina rancia. Con esa edad entendía la frase ingenuamente: decir lo que uno quiere, donde quiere, sin miedo ni represalias. Sabía lo que significaba, pero no lo que implicaba. Y ahí mismo, parada en la dirección, con las dos manos agarradas en la espalda, entendí que ciertamente en Cuba hay cosas que no se pueden decir. La directora me estaba dando la razón.
Una noche del verano pasado, mientras escuchaba el noticiero, me entró la llamada. Pude ponerle voz, rostro, y un nombre falso, pero al menos un nombre, al oficial del que ya intuía su presencia. Yo esperaba su llamada hacía tiempo. No porque me creyera culpable -nada más lejos de esa idea-, sino porque veía cómo iban llamando a los periodistas que trabajan para medios independientes. Supuse que en algún momento me tocaría, y no me causaba susto, sincera e ingenuamente lo digo. Pero hace poco más de un año, cuando se hicieron más frecuentes los arrestos arbitrarios, de periodistas con ojos vendados y cabeza al suelo, los interrogatorios durante horas, los arrestos domiciliarios, las citaciones a la estación de policía donde te toman declaración como si un delincuente fueras, me entró la incertidumbre. ¿Cómo sería ese encuentro? ¿Qué me preguntarían? ¿Me temblarían las manos? ¿Se me quebraría la voz? ¿Rompería a llorar? ¿Cedería a la extorsión por miedo? Por más que me preparara psicológicamente, por más que ensayara posibles situaciones, solo ahí, con ellos de frente, conocería mis propios límites.
Tengo una imagen de una periodista cubana que se encerró en el baño de su casa al llegar de un interrogatorio. Yo hasta entonces había pensado en el momento en sí, en la desesperación porque ese momento acabe. Aquella imagen me ubicó. El interrogatorio puede terminar en una casa de protocolo o en una estación policial, pero la ansiedad no acaba nunca.
Tu nuevo conflicto deviene entre normar tu comportamiento en función de que ahora tienes “un compañero que te atiende” (y cuando digo esto me refiero desde comprar comida en el mercado informal hasta usar correctamente la mascarilla, cualquier detalle por el que mínimamente estés cometiendo un delito en este país), o mandarlo todo a la mierda, porque en la primera opción no hay vida sana posible.
Es la rabia post-interrogatorio, la impotencia, lo que más jode, y no el interrogatorio mismo. En ese momento la cabeza está fría, pendiente a lo que te están diciendo, a lo que te quieren decir con eso que te están diciendo, a lo que respondes -cuando lo haces- y a lo que se merecen escuchar y te callas porque, ante todo, nada de lo que digas puede dar pie a postergar el encuentro.
-Usted es una pingúa -fue la reacción de mis amigos cuando les conté.
Por pingúa, un concepto machista que viene de pinga, de pene, de hombre, se entiende valiente. Valiente se es cuando una dice que sí teniendo la opción de decir que no, sin consecuencias, y no es el caso. Para un interrogatorio, ese poder de decisión no lo tenemos. Rechazar una cita tiende a otra, y a otra, y a otra. Lo mismo que ir y decepcionarlos porque esperan de ti la conducta intachable de tus primeros años. Es un bucle del que solo se sale yéndote del país o renunciando al periodismo independiente.
La mañana del primer interrogatorio una amiga me acompañó en casa. Hablamos de varias cosas, temas banales, cualquier asunto que le restara importancia a la situación, mientras yo comía algo y preparaba mi bolso, sin llaves, sin teléfono, sin las foticos ni los papelitos de recuerdo que llevo siempre en el monedero. Le sorprendió mi tranquilidad. Yo había hecho el ejercicio de recordar a detalle aquella tarde en la dirección, cuando estaba en la secundaria, y me aliviaba la certeza de que ahora, casi dos décadas después, todavía tenía la razón.
Adopté como mantra que el objetivo no era yo, no al menos individualmente. Para la Seguridad del Estado somos una mala yerba que hay que arrancar de cuajo, como sea, para evitar a toda costa que desequilibremos la balanza de poder con la que se sostienen este gobierno y este sistema, en el que cada vez menos creen. Y pretenden que seamos, además, herramientas de su viejo método.
-Nosotros no queremos que dejes tu pincha, de algo tienes que vivir. Pero esto no puede ser de un solo lado -me insinuaron.
A la Seguridad del Estado no le importa -o parece no importarle tanto- si estás investigando cuánto gana el presidente (sumando salario más beneficios) o cuáles son los orígenes y a cuánto asciende el presupuesto para la construcción del Centro de Estudios Fidel Castro en medio de una pandemia. No le importa si quieres hacer un reportaje sobre cómo y gracias a qué los hijos y nietos de militares de alto rango se hicieron con propiedades, negocios y empresas cubanas registradas en paraísos fiscales, o sobre cuántos suman en realidad nuestros enfermos y nuestros muertos por Covid-19. Su única preocupación expresa consiste en saber de dónde viene el dinero que tú ganas por ser periodista independiente.
Ese detalle, que comparten con los vecinos chismosos que preguntan cuánto ganas, o si ahora cobras en USD (dólares americanos), es del que se valen para arengar que el Departamento de Estado subvenciona los proyectos periodísticos independientes cubanos, para seguir jugando a la víctima. Y es el argumento del que se valen también para recordarte que pueden abrirte un proceso penal, con sanciones de multa o privación de libertad por la Ley de Protección de la Independencia Nacional y la Economía de Cuba, la ley mordaza.
Para ellos, somos, pensamos y habitamos por su gracia. Es el mensaje que nos transmiten todo el tiempo, que estamos bajo su poder, un poder irrisorio, pero como poder al fin, con la capacidad de jodernos la vida. Nos miden con la vara revolucionaria, por nuestra fidelidad, nuestra lealtad, nuestra sumisión a su gobierno. No a nosotros los periodistas, a cualquiera alineado al margen de su esquema. Bajo esa lógica, para la Seguridad del Estado todos somos potenciales disidentes.
¿Qué puede haber más cerrado e intransigente que eso?