La historia comienza en Miami. “Ramón” (espléndidamente representado por Gilberto Reyes), un expreso político que había sufrido el rigor de los carceleros castristas por ser un plantado, cree ver a uno de sus torturadores. Lo sigue y confirma que se trata de la misma persona. El episodio le trae recuerdos dolorosos de esas décadas ignominiosas de los años sesenta y setenta del siglo anterior. El film se construye viajando de Miami al pasado a lomo de esos terribles “flashbacks”. Ramón llama a algunos de sus compañeros, todos exiliados, y les cuenta lo sucedido. Planean secuestrar al torturador. (No les digo más porque me han permitido ver la película en un pase privado, a condición de que no revele el desenlace).
-¿Ni a mi mujer se lo puedo contar?
-Ni a tu mujer.
El Festival de Cine de Miami es una de las grandes cosas que ocurren en esta ciudad anualmente. La otra es la Feria del Libro. Este año exhiben Plantados, una película largamente esperada por los cinéfilos. Afortunadamente, la dirigió Lilo Vilaplana, un realizador serio y experimentado, al que hay que agradecer que se enfrentó a una historia muy dramática con total sobriedad. El guión fue obra de Ángel Santiesteban, de Juan Manuel Cao y del propio Vilaplana. Los dos primeros sufrieron injustamente cárcel política en La Habana, aunque muchos años después de los sucesos que narra este largo metraje. La música es de Arturo Sandoval. Boncó Quiñongo abandona su rol cómico y fiestero y borda un papel dramático de preso político.
Se les llamó “plantados” al puñado de presos políticos cubanos que se declararon en rebeldía pese a la brutal represión que el régimen de los Castro ejercía contra ellos. Los golpeaban o asesinaban a su antojo. Algunos de ellos habían tenido un comportamiento heroico y significativo contra la anterior dictadura, la de Batista. Pienso en Huber Matos y en Eloy Gutiérrez Menoyo. Otros no tuvieron suficiente edad para destacarse, como Ernesto Díaz Rodríguez o Ángel de Fana, y les tocó desplegar todo su valor personal contra el castrismo, algo que hicieron (y siguen haciendo) notablemente.
Realmente, los plantados fueron pocos entre los miles de retenidos en las cárceles comunistas durante un buen número de años. Cuando el régimen advirtió que no conseguía domarlos y debía matar a todos los presos políticos –lo que no podía hacer dada su imagen y el hecho de su extrema visibilidad–, o buscar alguna forma de liberarlos, encontró la solución de su dilema en los “planes de rehabilitación” y en el hecho posterior de que Jimmy Carter los aceptaba de buena gana en territorio norteamericano. Como siempre ha ocurrido, le pasaba su problema a Estados Unidos.
Los soviéticos, que eran grandes expertos en la materia, le explicaron a los comunistas cubanos que ofrecer alguna recompensa a quienes se prestaran a participar en el “plan”, como la libertad anticipada, sólo podía traer ventajas para los que la otorgaban. En primer término le dividía a la población carcelaria entre un grupo de “irreductibles”, decididos a medir la calidad de los seres humanos por la capacidad de aceptar el sufrimiento, y otro, mucho mayor, de “razonables”, dispuestos a admitir que habían perdido la guerra y se refugiaban en batallas personales o familiares.
Existía, además, un mecanismo psicológico que llevaba a la mayor parte de los seres humanos a “creer en lo que decían” y no al revés, especialmente si se trataba de personas mentalmente bien estructuradas. Todo estaba, pues, en generar las condiciones para que los presos repitieran como un mantra ciertas idioteces ideológicas. Dando por descontado que muchos tratarían de engañar a los “rehabilitadores” para alcanzar la libertad o para escapar, pero todos saldrían cohibidos de volver a las conspiraciones, salvo los “plantados”.
Uno de esos plantados era José Pujals Medero. Una persona integérrima que había estado en la cárcel 28 años. Cuando salió de la prisión y de Cuba (valga la redundancia), habló mucho con Leopoldo Fernández Pujals, su sobrino, un magnate cubano radicado en España, y le contó todo lo que había padecido en manos de los carceleros. Parece que éste le dijo, conmovido: “esto merece ser llevado al cine”. A José Pujals no le alcanzó la vida para ver esta película enteramente financiada por su sobrino.