El patriarcado, como cualquier otro poder absoluto, tiene muy poca capacidad para negociar y se le dificulta hacer concesiones. En consecuencia, el machismo, en cualquiera de sus variantes -incluye la cubana-, se convierte en una patética y desesperada defensa ante los sostenidos avances de la mujer, la demostración de las capacidades femeninas y, en muchísimos casos, su indiscutible superioridad al encarar situaciones difíciles.
Desgraciadamente el macho, aferrado a su comodidad, no tiene el menor interés en aprender ni en adaptarse a lo que se salga de su zona de confort. Su egoísmo y su cortedad no le permiten alcanzar la categoría de hombre.
La interminable batalla por hacerle justicia a la mujer, que resulta la creación suprema, es una de mis cruzadas personales. Nunca me ha importado ser incomprendido en ese o cualquier otro terreno. Es muy simple: con el patriarcado nos ha ido tan mal que lograr la igualdad de oportunidades solo puede traer desarrollo y beneficios.
Lo que pasa es que el macho, como cualquier tirano, no renuncia a su poder. Hay que arrancárselo.