Cada día más en este mundo globalizado, pragmático, tecnologizado, farandulero, todo se convierte en mercancía; desde un parto de quintillizos hasta un nuevo empaste en la cuarta muela de un actor de Hollywood —hablando en este caso de las mercancías que fabrican los medios de difusión.
El arte no es mercancía. No debería serlo. Pero hoy sería difícil hallar a más de tres creadores —incluidos los de casi todas las disciplinas— que no deban aceptar o imponerse, al menos, una concesión, por muy mínima que esta sea, para poder ir adelante con su obra o mantenerla en un nivel de atención ideal.
En el terreno de la literatura, se hace difícil encontrar un escritor novel que, al menos, insinúe aquello que hace tiempo se ha definido como estilo. Si atendemos a la mayoría de las obras más promovidas, y aun las que han recibido premios importantes (en honor y en metal), comprobamos en ellas falta de audacia tanto en argumentos como en forma. Se advierte en esta mayoría un marcado ánimo de cumplir con el mercado, con la ideología imperante, con el lector promedio rastreado en los bancos de datos.
Hoy escasean los textos que propongan lo novedoso en las maneras de expresión o que ataquen algunos segmentos —siquiera los más tontos— de la moral establecida. Entre los elementos que más se han “congelado” están el lenguaje y las estructuras narrativas en general. Hay un onda —que tiene su nutriente en los bloqueos editoriales a partir de la mercadotecnia— cuyo credo básico es un lenguaje light y una estructura igual. La asepsia, el comedimiento, la circunspección prevalecen en estas obras. Es decir, el asunto es vender. Y es además ser conocido, famoso (si bien efímeramente —en lapso más breve, más largo—, porque finalmente, el verdadero arte es el que sobrevive).
Pero lo cierto es que lo dicho hasta la línea anterior le atañe sobre todo a los novelistas. Porque la novela, hoy día, es la mayor, si no la única, verdadera mercancía de la literatura. O sea, la novela es la que se vende. Por una u otra razón el lector —de literatura— gusta de la trama que se enreda, que se aclara, que retoma y continúa. Y gusta de identificarse con el personaje, punto esencial de la novela.
En algún momento se creyó que el cuento —por su brevedad, que generalmente permite consumirlo de un tirón, y por ser un género que se ocupa más de lo que ocurre que de quienes hacen que ocurra— sería el género por excelencia luego de su florecimiento, sobre todo al final de la primera mitad del siglo XX. Mas no fue así. En conclusión, el lector continuó el mismo camino: el camino de los personajes de novela.
De modo que el cuento, si bien ganó adeptos en la segunda mitad del siglo pasado, y como expresión literaria ha avanzado considerablemente al recibir sustanciales aportes de sus creadores, no es El Género.
¿Y la poesía? La poesía no se vende. Esa sí que no se vende (salvo muy pocas y a veces honrosas excepciones). Por cientos pueden contarse los poetas que deben aplicarse una edición de autor para ver sus libros publicados, lo cual es deprimente. La mayoría de las editoriales —sobre todo las más poderosas— no tienen absolutamente nada que ver con la poesía. Más bien la detestan por insolvente.
Y, paradójica, tristemente, el hecho de que la poesía no se venda es lo que la mantiene en un estado de pureza —a ella y a los poetas— que ningún otro género literario podría proclamar para sí. O sea, el poeta viene siendo aún el más libre de los escritores. La poesía, dama de la pureza.
No hace mucho nos llegaba una esperanzadora noticia desde España: se llevaban a cabo lecturas de poemas, por sus propios autores, que eran atendidas por buena cantidad de espectadores.
Pero la alegría duró poco: se trataba de ditirambos bien recitados o declamados.
Al menos que yo sepa, nada se ha dicho en los últimos lustros acerca de si se mantienen aquellas lecturas que poetas rusos —entonces soviéticos — realizaban en teatros y otros sitios.
En México existen grupos de poetas que llevan la poesía a las calles —bares, restaurantes incluidos—, mediante sus propias voces. Mas, tal vez tengan razón quienes opinan que el quid está en atraer el público adonde el poema; no lo contrario.
No lo contrario, porque la poesía, es cierto, tiene la ventaja de que además de lectura, resulta goce para el oído.
Y ahí podría estar la diferencia: se necesitan menos esfuerzos para escuchar que para leer.
No es de extrañarnos entonces que sea posible reunir a un público determinado para escuchar poemas. Sin embargo, esto de ningún modo significa que los escuchantes compren el libro que corresponde a las obras escuchadas; y lo mismo suele ocurrir con quienes han degustado grabaciones con poemas.
Otra ventaja para el poema al oído, es que este puede disfrutarse —en alguna medida— mientras se conduce un auto o se realizan ciertas tareas manuales.
Entonces, ¿tendrán los poetas que convertirse en una suerte de juglares del siglo XXI?
Si así fuera… ¿cuántas plazas harían falta para darles empleos a tantos poetas que no logran vender sus libros?
Y otra interrogante: ¿no se autocensurarían los poetas debido a un público que, en virtud de que paga sus boletos, exige de algún modo lo que le gustaría oír, no lo que decida el poeta; y así la poesía dejaría de ser Dama de la Pureza? Quién sabe.
Y otro detalle: Solamente lo que no tiene demanda se mantiene puro. ¿Será?