Cada 6 de enero me celebro y me canto, como diría Walt Whitman. Es mi cumpleaños. Yo fui el regalo de Reyes de mi madre, aseguraba ella, «el único huevo que puso esta gallina vieja», me dijo cuando volvimos a vernos en Berlín, luego de 10 años separados por el destierro al que fui forzado por criticar esa idea abortada de futuro mejor por la que ella y mi padre estuvieron a punto de dar la vida antes de 1959. En la foto que encabeza esta nota, tomada por el joven periodista alemán Marvin Ivo, pensaba qué responder a una interrogante que muchos deben haberse hecho: «¿qué fue para ti este 2020?». Porque haber nacido en el mismo inicio del año te permite el privilegio de evaluar años casi redondos, completos.
Difícil año, hay que decirlo. Perder amigos es arrancarte tiras del pellejo. Y el COVID y el cáncer y los suicidios por la crisis universal se encargaron de recordarme cuán frágil es la vida, cuán volátiles pueden ser las propiedades, cuán estúpido es depositar únicamente las esperanzas en las riquezas, en un trabajo o en una ideología, más si no tienes a Dios, si te falta Su promesa de estar contigo y de que tú estés siempre con Él. Aprendí a decir «te quiero» cada día, a mis colegas, a mis amigos, a mi familia, incluso a unos cuantos de mis enemigos. Y ya esa, en los tiempos de deshumanización que corren, es una enorme enseñanza.
Luminoso año, también hay que decirlo. En medio del caos, de las pérdidas sentimentales, de la inestabilidad mundial, del cenagal de confusiones sembradas por las teorías de las conspiraciones de todos los bandos y colores, de las absurdas guerras fratricidas por defender líderes o sistemas a los que sólo les importamos como votantes o corderos o tontos útiles, la paz de Dios me iluminó cada segundo y pude ver Su Gracia prodigándome bendiciones a manos llenas: enumerarlas, perdónenme, me resulta indecente e insensible, pues sé bien que millones de personas han tenido un año más que terrible, infernal. Lo más importante, eso sí debo decirlo: dejé de ser un apátrida (entiéndase alguien a quien las autoridades de su país se niegan a reconocer como ciudadano, negándole también todos sus derechos) y hoy tengo una nación poderosa, Alemania, que me respalda. Soy, dicho en simples palabras, orgullosamente alemán.
Así, y recordándome una y otra vez que camino junto a un Dios que lucha y vence por mí todas las batallas, beso a la mujer a la que debo todo lo que soy: Berta; recibo el abrazo de esos dos hombres de los que vivo orgulloso: mis hijos Toni y Lior; converso con mi madre que me observa desde la eternidad hace dos años; pienso en los amigos (los que han demostrado serlo de verdad, ellos saben a quiénes me refiero, estén en este mundo o ya no estén), y reverencio a ese viejo cascarrabias, mi padre, pese a que sigue creyendo en ese engendro por el que ahora mismo no puedo abrazarlo allá, en Cuba, esa isla que, lo he dicho, viaja conmigo a todas partes y es, a la vez, mi bendición y mi cruz.