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Al leer Los materiales del cielo (Premio de Poesía Dulce María Loynaz, Puente a la Vista Ediciones, 2019), de Juan Manuel López, algunos podrían sorprenderse por el hecho de encontrarse con un libro en prosa. Y ciertamente es así. Lo que no impide que este cuaderno quede, sustancialmente, dentro de lo poético. Además, no solo viene a ser prosa poética por la forma, o tal vez —digámoslo un poco rupestremente— por un estilo que se inserta en lo horizontal y no en lo vertical, sino porque resulta una manera de escribir, elegida espontáneamente por el autor —eso de cambiar la disposición del espacio lírico, digo— para hacer que fluyan mejor sus ideas y así lo poético, lo lírico, se envuelva en una atmósfera y un cauce esencialmente a gusto en la profundidad de su creación.
En efecto, lo importante de este libro es la fuerza lírica que emerge de sus palabras, de las imágenes, de la interrelación entre las ideas, la tropología y la atmósfera que se entrelaza con el tono dramático de una existencia consciente de su humanidad y su sociedad.
De aquí que, entre tantas cosas, aprecio una cierta paradoja entre una existencia agónica y la necesidad del autor de escribir sobre su existencia, algo así como un sentimiento vibrante de tristeza y serenidad (quizás podría añadir: un lenguaje no intelectualizado, y sí con plenitud humana); un sentimiento poético que, con naturaleza propia, sale del interior del ser.
En Los materiales del cielo resalta la relación creciente entre el individuo y el mundo, entre el individuo y la vida. De alguna manera, el mundo siempre espera algo de cada uno, y en este caso es la proyección del creador. Escribir —como a muchos nos pasa— es el puente, el enlace de fuerzas entre mi “yo profundo y el prójimo”. Hay indefectiblemente una retroalimentación espiritual, incluso ética y épica, de valentía y esperanza: “Seguiremos soñando el pan y la dicha de compartirlo. Seguiremos soñando el amor y el sueño” (I “La claridad”, p. 12).
Esto aún en un país como Cuba solo puede darse por la reciprocidad del creador. No es la burda realidad corpórea la que incide en él, es la potencialidad de la vida y la posibilidad inevitable de un cambio futuro. Es por ello, por la esperanza, que de la intimidad sale la poesía en forma de discurso. Es lo poético del ser que se rebela ante una realidad convulsa de lo Mismo, de lo injusto, de una precariedad existencial que ha sido impuesta.
En mucho, este libro es irreverente con la poesía misma. Se vislumbra como una poética de corte metatextual:
Si creyéramos que el cuerpo de la poesía son los poemas –esos artefactos de laboriosa mecánica– y que solo se llega a su reino a través de imágenes escritas en líneas cortas o largas, pero frías como cadáveres. Entonces estaríamos perdidos, más allá del cuerpo, más allá de los poemas, algo de salvación ofrece la poesía. Si no, cómo se explica que mientras el cuerpo o los poemas nos desorientan por caminos que conducen a la muerte, una luz serena nos alumbra y hace sentir el prodigio de la vida (II “Algo de salvación”, p. 13).
El sentido poético de este libro propone sus propias coordenadas. No importan las convenciones, y solo sigue el curso de su íntima expresión. Es el vorboteo espontáneo de sentir lo poético y no las “imágenes escritas en líneas cortas o largas, pero frías como cadáveres”.
Por otra parte, muy poco esfuerzo habría que hacer para leer entre líneas la crítica política al uso de excelentes imágenes que persuaden por su originalidad. Diría que más que polisemia es una ambivalencia entre verso y prosa que señala sin ambage la opresión existencial:
… escribir no es oficio próspero para los de mi casta, sino más bien mi destino, una tiranía que me obliga a perder el tiempo pensando a la sombra de quienes no piensan. Ese es mi sacrificio. Y poco —o casi nada— puedo hacer para cambiarlo (III “Bajo la estrella equivocada”, p.14).
Este libro cuenta con la audacia de mezclar lo político con lo existencial, una línea que en mi consideración está subyacente en todo el cuaderno. En realidad, aquí lo político no se esconde en el trastabillar o en la precisión de palabras escogidas, sino que se presentan sugerencias ideoestéticas que develan algo más allá de una bella imagen poética: “… perder el tiempo pensando a la sombra de quienes no piensan. Ese es mi sacrificio”.
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Una curiosidad de Los materiales del cielo es la cita del conde de Lautréamont. No por la cita en sí misma, sino por el autor escogido, que da la impresión de que con ello se crea una amenaza para todo lector, como si pretendiera indicarnos que en el libro vamos a encontrar una especie de herejía de las herejías, como lo fueron en su tiempo Los cantos de Maldoror, de este famoso conde: delito, muerte, asesinato, sadomasoquismo, ofensas, podredumbre, corrupción y deshumanización, entre tantas salvajadas humanas (aun cuando aquellos famosos cantos, junto a las obras del marqués de Sade, expusieron al mundo la belleza del horror) y de la verdadera desnudez humana. No obstante, la alusión (o tal vez mejor decir: la función) del conde de Lautréamont en este cuaderno de Juan Manuel es el de retomar un verdadero sentido de rebeldía —no ante el lector, claro, sino contra el opresivo contexto de la dictadura que ha durado ya más de 60 años.
Es de notar que toda la realidad cubana está politizada, el aire que se respira es nocivo para la mente, para el alma. Hay que recordar que, en su libro, Lautréamont no solo se rebelaba contra todo lo que significara humanidad, sino también buscaba contradecir la realidad con lo imaginario, y en este sentido veía fundamentalmente a Dios como parte de esa realidad. De aquí que Los cantos de Maldoror se convirtieran en una fuerte base de lo que poco tiempo después sería el surrealismo. Para Lautreamont la dimensión imaginaria había vencido a la realidad corpórea. Es un tanto también lo que plantea Los materiales del cielo, la energía poética superando la tosquedad de lo vivencial en la Isla.
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Otra de las posibilidades conjeturales podría ser ciertamente Stéphane Mallarmé, citado en algún momento del libro, quien fue incluso realzado por José Lezama Lima, un estudioso y admirador preclaro de su obra, y en el que Juan Manuel López de seguro también habrá incursionado para incluir a ambos (a Mallarmé y Lezama) en su potencialidad poética. Este gran orfista que fue Mallarmé se movió en un diapasón histórico de la literatura francesa, respirando magnificencia por las figuras líricas que le rodearon en su propia tertulia llevada a cabo en su casa de París. Desde Théofile Gautier, Théodore de Banville y Charles Baudelaire hasta Reiner María Rilke y Paul Valéry estuvieron de muchas maneras en contacto con este destacado poeta, quien llegó a ser incluido, junto a Arthur Rimbaud, en el libro de Los poetas malditos de Paul Verlaine. Y es en todo este conjunto tan preciado de la poesía francesa del siglo XIX, a no dudar, en el que se ha movido Juan Manuel López. De aquí que se pueda sentir esa honda palpitación humanista, de agonía, opresión y esperanza en este joven poeta cubano.
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Es indudable que el existencialismo forma parte fundamental de Los materiales del cielo, independientemente de posibles influencias de todo lo mencionado con anterioridad. Desde su inicio, es un libro dedicado a reconocer la individualidad humana. Cada una de sus palabras lo alejan de lo grupal, de lo colectivo, no así de la sociedad.
Es la existencia, la vida experiencial de la persona, lo que define al ser como sustancia de sí mismo, según la filosofía existencial. Y de aquí sale algo que puede constituir lo transcendental de este libro, y es que a pesar del aplastamiento social, la opresión y la asfixia que pueda sentir el sujeto lírico, en su interior está el objetivo crucial de su pensamiento, que es su voluntad de libertad.
No hay nada más humanista, por lo que cada creador trasciende, que la libertad. La libertad no es solo movimiento, búsqueda y amor por la vida y la creación, sino además voluntad, fe y esperanza constante, entre probablemente muchas cosas más. La libertad es la luz de una estrella remota que llega hasta nosotros contándonos su historia, diseminando en nosotros el afán por alcanzar alguna vez ese sol moral no solo de una galaxia lejana, sino de nuestro ser íntimo. Es lo que piden los poemas de este libro.
Un poema como “Monólogo del soñador” (XIV, p. 25) es la clara agonía de un poeta ante la Isla. Es un cierto grito desgarrador después de 61 años de prohibiciones, de deformaciones personales y sociales. Es exactamente esa huida de Tolstoy, como plantea este poema, pero también es más: es el escape del creador, el alejarse de uno mismo. Es salirse de la muerte en vida para arriesgarse en el abismo. Es irse a la dimensión de los sueños sin importar nada ni nadie. Escribir sobre todo esto es mostrar, por encima de todo, la libertad de lograrlo.
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En estas páginas hay un humanismo desbordado. No queda espacio para una poesía artificial. El deslumbramiento se precipita en la audacia para decir las cosas. Importa nada el riesgo. No hay algo más fuerte contra la realidad corpórea que la idea poética desmintiéndola. Aun cuando el miedo lacera las almas. El sujeto lírico apela a su interior y encuentra, quizás sin saberlo, a su Bukowski escondido, y se embriaga con sus sueños rebeldes, con su miedo que es de todos, que es de él también pero distinto, el miedo de no querer despertar a su perro negro que es Bukowski. Un perro negro que clama por su libertad con ladridos borrachos. El autor es un ebrio de la imaginación con la que le pega a la vida, a su entorno, a su propio destierro de la realidad. Por ello nos dice:
Hay en mi corazón un perro en pie de guerra, con hambre y espanto, pues todo lo que toca se convierte en muerte. La noche lo deslumbra. Le gusta salir cuando los otros duermen o se revuelcan en sus nichos de muertos vivos con las bocas selladas por el miedo. La noche es su legítimo amo. Por eso es aliado de los locos y los ladrones, de los justos que huyen sin saber de quién ni adónde, las putas y los maricas, los poetas que huelen a whisky o a mierda y no buscan aliviar sus tormentos en Dios (XXIII “Balada del perro negro”, p. 37).
Esto no es más que un humanismo creciente, desbordado, que al mismo tiempo se descubre herido. Es el ser del individuo incidiendo en el mundo. El antihéroe desgastado, pero antihéroe al fin, echándose alcohol sobre la herida.
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Las letras (ideas, imágenes y metáforas) que regodean el alma cuajan el espacio de Los materiales del cielo. Hay todo una poética existencial y política en las palabras, una exacta precisión ideoestética. Hay poemas estremecedores en este sentido. Me atrevo a decir que —desde un punto de vista conceptual— se proyectan principios básicos que forman toda una base de libertad y esperanza. Un caso es “Música interior” (XXIX, p. 46), que podríamos decir que transforma la existencia interior en todo un manifiesto de rebeldía contra la impotencia de no actuar, de que los demás conformen la soledad. La música es la energía que se crea en este individuo (el sujeto lírico que padece el propio absurdo en que vive); energía que irrumpe y deshace el cuadro de los solitarios, de los desunidos, de todos aquellos que, en verdad, no emplean el silencio para pensar. Otro poema revelador de esperanza y de valentía, lo encontramos en “El refugio”:
Escucha bien, pequeño mío: aunque el miedo se te haga más profundo que un océano y el dolor sea un cuchillo abriéndote un ojo, tienes que defender la verdad.
La verdad es tu único refugio; confía en ella y nunca estarás solo. Aun cuando te creas un asceta, recuerda que no estás solo: la verdad está contigo. Ella será la vista en tus ojos vendados, las palabras en tu boca amordazada, el valor en lo más profundo de tu miedo. La verdad siempre conduce a las certezas, limpia el maquillaje de los hipócritas y revela cuánto vale un hombre cuando la posee (XXX, p. 48).
Cuán difícil podría ser decir esto de manera tan directa y al mismo tiempo tan bella, sin caer en la cursilería del panfleto. Es la energía de las palabras y el momento exacto del cuaderno para expresar lo que se espera de todo cubano.
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Por último quiero hablar de lo universal, cómo trasciende aun cuando se exprese la situación de un mundo reducido a un archipiélago; es cuando lo local se proyecta al mundo por la belleza de las palabras, y es que el dolor, el sufrimiento cualquiera sea, la soledad y el silencio inconmensurable logran siempre rebasar toda frontera; logran romper la barrera geoontológica del hablante. La categoría de lo universal es una de las mejores cosas que le podrían pasar a este cuaderno, puesto que su autor logra ponerse a la altura de cualquier clásico de la poesía mundial, y lo consigue a través de la magia del talento, mediante ese misterio que palpita en las palabras, las ideas, las imágenes y lo metafórico. Esa potencialidad de la sugerencia, una manera plenamente connotativa de decir las cosas, de “nombrarlas”, como diría Eliseo Diego.
Un poema como “El vendaval” nace de lo decrépito, del miedo, la cizaña y la miseria constante, inalterable; busca atestiguar que toda la ciudad está rota pero se refleja en el cielo, materiales visibles e invisibles; es como un deslumbramiento de las ruinas (“El arte de hacer ruinas”, Antonio José Ponte). Y esos materiales del cielo bajan como un reflejo del fracaso, aun cuando el sueño, enardecido como el capricho de un mítico semidiós, hace de la ciudad la causa para un ángel y su lanza:
En las azoteas han puesto alambradas, y en las puertas y ventanas, rejas y más rejas. Esta ciudad y yo nos hemos llenado de rejas. Tantas rejas de hierro, tantas puntas de lanzas que parten invisibles desde dentro de mí para hacerse visibles cuando atraviesan a la isla de una ciudad a otra, de un hombre a otro. Son infinitas. Toda una vida no bastaría para contarlas. Las sábanas blancas en los balcones flotan como banderas vencidas al viento que no es viento sino un vendaval de desilusión y muerte. Sin embargo, la ciudad sigue en pie sobre ruinas, terriblemente hermosa (XLIV, pp. 72-3).
Aquí la Nada queda atrás, borrándose, haciéndose más Nada que nunca. Y el ser se alza como un nuevo amanecer del mundo. Bienvenido a la Imago de los dioses, poeta.