Cuando en un futuro más o menos próximo quede establecido el monto de la catástrofe material que ha ocasionado a Cuba más de medio siglo de dictadura totalitaria, también habrá que hacer el recuento de sus daños en el orden espiritual. Tendremos que escarbar entonces entre tanto tesoro pulverizado dentro de nosotros para reencontrar la bondad y tratar de reconciliarnos con ella.
Tanto o más preocupante que la corrupción, o que esa doble moral que ya casi es marca de identidad entre nosotros, es que hayamos arrojado la bondad al cubo de la basura a partir de un prejuicio que es deudor directo de la influencia fidelista y flagrante prueba de involución humana: la tendencia a creer que con el acto bondadoso nos exponemos a mostrarnos débiles o cobardes ante el otro.
La bondad, desde luego, nada tiene que ver con la tolerancia ante el malvado, ni con la pasividad ante lo mal hecho. Pero mucho menos es sinónimo de cobardía, o aun de mero conservadurismo. Dijo alguien que basta un instante para hacer un héroe o un líder, pero se necesita una vida entera para hacer un hombre de bien. Y a juzgar por lo que se ve a diario, tanto en la Isla como fuera de ella, los cubanos hemos perdido de vista ese concepto tan diáfano. Nos cuesta poco elogiar a cualquier charlatán con ínfulas de paradigma, o irnos con la de trapo apoyándolo, aunque tengamos que volver la espalda a infelices desesperados.
Por lo que se ve –tanto en Cuba como fuera de ella–, no concebimos ya que nuestras representaciones de liderazgo no respondan sino al prototipo de sujetos violentos y rencorosos, machistas en estado puro, soberbios y egocéntricos.
Si nos abochorna el uso de la bondad como respuesta a la maldad. Si rechazamos ser bondadosos por el pudor de que nos consideren pusilánimes. Si confundimos la bondad con el miedo o el conservadurismo. Si a la hora de practicar la bondad tememos que se nos vea como cómplices del malvado, tal vez no sólo seamos cómplices, sino además algo peor: agentes espirituales del malvado.
De algún modo representamos al malvado cuando en nuestra conducta se refleja la suya.
Así como siempre resulta aconsejable confiar en la integridad de una persona bondadosa y serena, suelen no ser fiables el vociferador, el petulante, el ventajista.
Tampoco se trata de descalificar las proyecciones convencionales del heroísmo. Mucho menos de ignorar su importancia en condiciones como la de los opositores cubanos, enfrentados a una tiranía que siempre se basó en la violencia y en el uso bruto de la fuerza, y a la que hoy, en franca bancarrota, no le queda a mano sino la cañona para extender su poderío durante un poco más de tiempo.
Lo absurdo, lo incivilizado, y hasta lo imprudente, porque nos hace débiles, es que –tanto en la Isla como fuera de ella– consideremos vergonzoso enfrentar el mal haciendo el bien, y que ante el insolente guapetón del barrio no marquemos distancia y categoría, justo a través de la bondad. Cuanto mejor es el bueno, tanto más molesto para el malo, dejó dicho San Agustín. Santa palabra.