Cuando la brújula se parece a la memoria

Los escritores Jorge Olivera y Julio Antonio Molinete en el Festival Vista de Miami

“A la intemperie siento pavor

con más certeza que este amasijo de huesos, carne y voces”.

Francis Sánchez ‒Minotauro


“Me descubrí entre los arenales con mil años de silencio dentro de un segundo”, asevera Julio Antonio Molinete (Manzanillo, 1968) en uno de sus textos incluidos en Brújula quebrada, premio Dulce María Loynaz 2017.

Quizás allí, en ese verso, el autor nos quiere develar su secreto. El zócalo que sirve de patrocinio a su lógica poética. A su lidia con esos demonios /inmerecidos/ que trasvasan a todo migrante. A todo aquel que protagoniza /ya desde un acto poético o bregando la oquedad a contracorriente/ la despedida de su origen y, por ende, el quebrantamiento de su cardinalidad.

El origen, como otredad que se replantea o discurre más allá del remanente, resulta imprescindible para Julio Antonio Molinete. Pero esa identidad que le ha sido hurtada /por despecho del gendarme/ no logra cercenar su nexo con la memoria histórica. No discursa en pretérito, sangra bien dentro su querella contra el olvido, contra aquella plaza sitiada que a todos nos entregaron como única utopía o épica.

Ya en Los días y los dedos muestra las marcas /atemporales/ de aquella convergencia donde hubo de aprender a reconfigurar sus designios, sin otro retablo, sin otra signatura que los recuerdos y el precio de esgrimirlos:

cuando chico me aferré

a su índice hasta que pude

volar      primero hasta las tejas

infinitas

de los techos      después

hasta las nubes grises de la vanidad

luego

me precipité hasta una costa

evitable donde las piedras tienen

nombres y frío

ahora cuando peina

canas y su sintaxis es tan dulce

como los recuerdos      es ella

mi madre

quien se aferra a mi índice y al dedo del medio.

La relación entre el sujeto contemplativo que rezuma /es/ Julio Antonio Molinete y su exquisita irreverencia para encarar la poesía, resulta intrínseca. Una poética que ‒al menos esta que logra inventariar en Brújula quebrada‒ es simplemente feroz. Los cuatro puntos cardinales /que enjaeza como señuelos/ apenas suponen un artilugio, el atrezo para una puesta en escena sobre lo ajeno que parece haber aprendido a fuerza de lejanía; de evadir las emboscadas todas. En Todo cercano pareciera que redescubre el verdadero punto de partida: las encrucijadas y los regresos son antípodas:

hoy besé a mi madre

en la frente

sin que supiera que unos seres

en forma de avestruces amarillas

me llevaban con rumbo

desconocido      hoy

después del ángelus vi mi nombre

escrito en la palma de la mano

de una mujer      cuando le pregunté

por su verbo      señaló

mis manos      y para no leerlo      apreté

los puños hasta fracturar las falanges.

Esta misma certitud ‒en definitiva Brújula quebrada es un libro de certidumbres‒ se agazapa en Nada que, más que un poema un vaticinio común a todo el que comete el peregrinaje hacia /en/ cualquier cardinalidad:

es común jugar

a las distancias      sin otro

lenguaje que el de la mirada

sin mayor atropello

que el de un gesto

con la mano

con la frente

con el ruido de las pisadas

con el silencio entre una huella y la otra

con el transcurso

del tiempo      la distancia se hace

profunda

como el adiós      como el olvido.

Brújula quebrada está escrito desde el desgarro, pero es también un acto escritural tan implacable como toda venganza. Su autor no va a tientas por los entresijos; conoce el antes; fue presa cuando la orden era acechar. Cuando todos éramos un destierro de nosotros mismos, jugando a pasar inadvertidos.

La pieza Escupir hacia arriba nos contiene a todos ‒a la isla, sus pesares y sus fiestas‒ en ese fragmento de despropósito, como una fotografía al final del álbum que Julio Antonio Molinete convierte en as bajo la manga. Nos obliga casi al silencio cuando irrumpe con esos versos que duelen al costado:

saberme en la otra orilla

sentado en la finca

de aquellos a quienes un día

les gritamos desert-ores

lúm-penes

ven-de-patrias

aquellos que obligamos a huir

como zánganos del hormiguero

blasfemó

el apellido del apellido

la lengua de la lengua

el número del número en resta

in crescendo

eran ellos el disfraz

ahora me descubro

vociferado      es como escupir hacia

arriba y que la saliva caiga

en cámara lenta      muy lenta sobre el rostro.

Para leer Brújula quebrada se requiere honestidad. Cada lector deberá saber, de antemano, que la poética que salvaguardan sus cuatro esquinas no es gratuita: para entrañarla habrá de entregar pedazos de sí mismo; rehuir al ministerio del miedo; ser huérfano de dualidades. En un texto como Paciente terminal traza Julio Antonio Molinete la última frontera en voz alta:

la isla enfermó

mucho antes de mi llegada

al mundo y cada minuto desmejora

con el grito de bienvenida

de sus nuevos hijos

la hemos adormecido en la porción

izquierda del pecho      sin embargo

agoniza

ni siquiera estornuda

para ahuyentar el polen en las manos

de los más pequeños o para expulsar

sus alergias por los amaneceres

fallece

entre los paños

tibios de los ancianos      se acurruca

debajo de la cama      devuelve

las aspirinas      los glóbulos

rojos de la última transfusión.

Cada pieza en Brújula quebrada vibra, reverbera, se rebela. Solo un poeta, en cabalidad y oficio, podría permanecer ileso /vivir/ en la diferencia. Ciertas renuncias son necesarias /obligatorias/ para discursar desde el alma: atravesarte a tí mismo sin importar que seas la última señal antes del asalto; sin importar que jamás tu nombre sea pronunciado en ninguna de las orillas posibles tras el pacto sellado por los sobrevivientes.

La poesía en Julio Antonio Molinete es liberta. Dolorosa porque ninguna libertad se puede urdir desde el préstamo. Es por ello, tal vez, que no se encuentren referentes a mano para intentar similitudes entre su lógica poética y la de otros. Su poesía es referencial, foco, aliento de soberbia. Liturgia para desendemoniar el alma bien podría ser un ejemplo demostrado:

alguien entra

por la boca de mi

cuerpo      hala la lengua      la anuda

calafatea el paladar      las fosas

nasales      cuelga su escudo

en los tímpanos      atraviesa

con su lanza los globos

oculares      trepana las sienes      desagua

la masa encefálica      alimenta con ella

alguna bestia con nombre de bestia

alguien

a medianoche cierra

la puerta y pone grilletes

hasta esa sombra detrás de mí

cómo no voy a arrojarme

al mar      para desendemoniar el alma.

Como apunta el crítico Carlos Pérez, Brújula quebrada […] deviene un pedazo de la historia contemporánea cubana. Esa donde los hijos de la isla se ven obligados a escapar en pos de una libertad que se hace esquiva aun en tierras de libertad […].

Pero esos desgarramientos del adiós aún continúan vigentes, a buen recaudo en la memoria de Julio Antonio Molinete. El poema Patria comulga con esa certeza:

me secuestraron al nacer. nunca tomé

leche materna. ni cambiaron

mis pañales. mis oídos fueron

huérfanos de una canción

de cuna.

aún sigo gateando

sobre la arena

de la costa. mi cognomen fue el platillo

para los perros de caza.

lo sé. ya he pasado

por aquí. sigo las huellas de otros

escarabajos. quizá ellos la encuentren

primero o, tal vez, ella reconozca mis gritos

¿madre… a dónde te llevaron?