“A la intemperie siento pavor
con más certeza que este amasijo de huesos, carne y voces”.
Francis Sánchez ‒Minotauro‒
“Me descubrí entre los arenales con mil años de silencio dentro de un segundo”, asevera Julio Antonio Molinete (Manzanillo, 1968) en uno de sus textos incluidos en Brújula quebrada, premio Dulce María Loynaz 2017.
Quizás allí, en ese verso, el autor nos quiere develar su secreto. El zócalo que sirve de patrocinio a su lógica poética. A su lidia con esos demonios /inmerecidos/ que trasvasan a todo migrante. A todo aquel que protagoniza /ya desde un acto poético o bregando la oquedad a contracorriente/ la despedida de su origen y, por ende, el quebrantamiento de su cardinalidad.
El origen, como otredad que se replantea o discurre más allá del remanente, resulta imprescindible para Julio Antonio Molinete. Pero esa identidad que le ha sido hurtada /por despecho del gendarme/ no logra cercenar su nexo con la memoria histórica. No discursa en pretérito, sangra bien dentro su querella contra el olvido, contra aquella plaza sitiada que a todos nos entregaron como única utopía o épica.
Ya en Los días y los dedos muestra las marcas /atemporales/ de aquella convergencia donde hubo de aprender a reconfigurar sus designios, sin otro retablo, sin otra signatura que los recuerdos y el precio de esgrimirlos:
cuando chico me aferré
a su índice hasta que pude
volar primero hasta las tejas
infinitas
de los techos después
hasta las nubes grises de la vanidad
luego
me precipité hasta una costa
evitable donde las piedras tienen
nombres y frío
ahora cuando peina
canas y su sintaxis es tan dulce
como los recuerdos es ella
mi madre
quien se aferra a mi índice y al dedo del medio.
La relación entre el sujeto contemplativo que rezuma /es/ Julio Antonio Molinete y su exquisita irreverencia para encarar la poesía, resulta intrínseca. Una poética que ‒al menos esta que logra inventariar en Brújula quebrada‒ es simplemente feroz. Los cuatro puntos cardinales /que enjaeza como señuelos/ apenas suponen un artilugio, el atrezo para una puesta en escena sobre lo ajeno que parece haber aprendido a fuerza de lejanía; de evadir las emboscadas todas. En Todo cercano pareciera que redescubre el verdadero punto de partida: las encrucijadas y los regresos son antípodas:
hoy besé a mi madre
en la frente
sin que supiera que unos seres
en forma de avestruces amarillas
me llevaban con rumbo
desconocido hoy
después del ángelus vi mi nombre
escrito en la palma de la mano
de una mujer cuando le pregunté
por su verbo señaló
mis manos y para no leerlo apreté
los puños hasta fracturar las falanges.
Esta misma certitud ‒en definitiva Brújula quebrada es un libro de certidumbres‒ se agazapa en Nada que, más que un poema un vaticinio común a todo el que comete el peregrinaje hacia /en/ cualquier cardinalidad:
es común jugar
a las distancias sin otro
lenguaje que el de la mirada
sin mayor atropello
que el de un gesto
con la mano
con la frente
con el ruido de las pisadas
con el silencio entre una huella y la otra
con el transcurso
del tiempo la distancia se hace
profunda
como el adiós como el olvido.
Brújula quebrada está escrito desde el desgarro, pero es también un acto escritural tan implacable como toda venganza. Su autor no va a tientas por los entresijos; conoce el antes; fue presa cuando la orden era acechar. Cuando todos éramos un destierro de nosotros mismos, jugando a pasar inadvertidos.
La pieza Escupir hacia arriba nos contiene a todos ‒a la isla, sus pesares y sus fiestas‒ en ese fragmento de despropósito, como una fotografía al final del álbum que Julio Antonio Molinete convierte en as bajo la manga. Nos obliga casi al silencio cuando irrumpe con esos versos que duelen al costado:
saberme en la otra orilla
sentado en la finca
de aquellos a quienes un día
les gritamos desert-ores
lúm-penes
ven-de-patrias
aquellos que obligamos a huir
como zánganos del hormiguero
blasfemó
el apellido del apellido
la lengua de la lengua
el número del número en resta
in crescendo
eran ellos el disfraz
ahora me descubro
vociferado es como escupir hacia
arriba y que la saliva caiga
en cámara lenta muy lenta sobre el rostro.
Para leer Brújula quebrada se requiere honestidad. Cada lector deberá saber, de antemano, que la poética que salvaguardan sus cuatro esquinas no es gratuita: para entrañarla habrá de entregar pedazos de sí mismo; rehuir al ministerio del miedo; ser huérfano de dualidades. En un texto como Paciente terminal traza Julio Antonio Molinete la última frontera en voz alta:
la isla enfermó
mucho antes de mi llegada
al mundo y cada minuto desmejora
con el grito de bienvenida
de sus nuevos hijos
la hemos adormecido en la porción
izquierda del pecho sin embargo
agoniza
ni siquiera estornuda
para ahuyentar el polen en las manos
de los más pequeños o para expulsar
sus alergias por los amaneceres
fallece
entre los paños
tibios de los ancianos se acurruca
debajo de la cama devuelve
las aspirinas los glóbulos
rojos de la última transfusión.
Cada pieza en Brújula quebrada vibra, reverbera, se rebela. Solo un poeta, en cabalidad y oficio, podría permanecer ileso /vivir/ en la diferencia. Ciertas renuncias son necesarias /obligatorias/ para discursar desde el alma: atravesarte a tí mismo sin importar que seas la última señal antes del asalto; sin importar que jamás tu nombre sea pronunciado en ninguna de las orillas posibles tras el pacto sellado por los sobrevivientes.
La poesía en Julio Antonio Molinete es liberta. Dolorosa porque ninguna libertad se puede urdir desde el préstamo. Es por ello, tal vez, que no se encuentren referentes a mano para intentar similitudes entre su lógica poética y la de otros. Su poesía es referencial, foco, aliento de soberbia. Liturgia para desendemoniar el alma bien podría ser un ejemplo demostrado:
alguien entra
por la boca de mi
cuerpo hala la lengua la anuda
calafatea el paladar las fosas
nasales cuelga su escudo
en los tímpanos atraviesa
con su lanza los globos
oculares trepana las sienes desagua
la masa encefálica alimenta con ella
alguna bestia con nombre de bestia
alguien
a medianoche cierra
la puerta y pone grilletes
hasta esa sombra detrás de mí
cómo no voy a arrojarme
al mar para desendemoniar el alma.
Como apunta el crítico Carlos Pérez, Brújula quebrada […] deviene un pedazo de la historia contemporánea cubana. Esa donde los hijos de la isla se ven obligados a escapar en pos de una libertad que se hace esquiva aun en tierras de libertad […].
Pero esos desgarramientos del adiós aún continúan vigentes, a buen recaudo en la memoria de Julio Antonio Molinete. El poema Patria comulga con esa certeza:
me secuestraron al nacer. nunca tomé
leche materna. ni cambiaron
mis pañales. mis oídos fueron
huérfanos de una canción
de cuna.
aún sigo gateando
sobre la arena
de la costa. mi cognomen fue el platillo
para los perros de caza.
lo sé. ya he pasado
por aquí. sigo las huellas de otros
escarabajos. quizá ellos la encuentren
primero o, tal vez, ella reconozca mis gritos
¿madre… a dónde te llevaron?