Fiel exponente de los hechos espeluznantes de las UMAP resulta la novela Un ciervo herido, cuyo título proviene de un verso de José Martí y en la cual su autor, Félix Luis Viera, narra con toda crudeza la vida en un campamento Umap, así como los manejos del régimen para crear los expedientes de quienes serían víctimas de un poder implacable.
Puente a la Vista publica esta serie de cuatro fragmentos que relatan uno de los hechos más bochornosos de la Cuba contemporánea.
II
Un religioso se había cagado, exclamó uno. ¿Y cómo él sabía que era un religioso?, preguntó otro. Porque lo sé, porque ya lo conozco de aquí mismo del tren, contestó el que había hecho el anuncio. La voz que debió ser del religioso contestó que era un acto natural. Pero qué clase de plasta y ahora no la pisoteen que esto es de madre, dijo otra voz. Después otros se cagaron en la noche y el olor a tantas pestes ya daba ganas de morir. Mas se siguieron cagando normalmente –se escuchaban los avisos pre y post– y ya por lo menos a mí no me interesó que se cagaran hasta en mi cara. Jorge el campesino había ido a buscar agua. Habíamos comido primero su lata de sardinas y en ella trajo el agua, que era muy poquita y que tragábamos intentando no cogerle el sabor según acordamos mientras comíamos las dos latas restantes. Agarrábamos con los dedos, al tacto. Extraño: el hambre no se me fue. La sentía más que antes y soñé un instante con una bandeja de dulces. La decepción del despertar me hizo lagrimear. En silencio. Los homosexuales desfachatados al parecer se habían calmado. No hablaban. Quizá era ya madrugada cuando escuché que dos muy cerca de mí se estaban templando, se oían las expresiones de placer, el jadeo de ambos. Con las sardinas y el agua asentinada me había tomado otro Meprobamato y Luis Arturo quiso uno y le respondí que no. Ya bastante culpa tenía yo con, en buena medida, ser el culpable de que ahora viajara en ese tren. No deseaba esa otra culpa de acostumbrarlo a tomar pastillas para dormir. Extraño: me quedé dormido con un solo ojo cerrado. Si afuera había oscuridad más entonces la había adentro. Miré varias veces hacia los huequitos en lo alto y no entraba ninguna lucecita. También me desperté por un vómito. Vómito repetido y más largo cada vez, que al final se quedaba en seco, con una tos perruna sólo, de alguien que estaría más o menos oblicuo a mi izquierda. Otro decía me cago en Satanás apunta a otra parte, me estás bañando de asquerosidad, cojones. (O quizás dijo me cago en “tu mamá”, porque a veces el traqueteo del tren mutilaba las frases y uno debía completarlas con la imaginación.) Con voz quebrada el vomitante replicó al terminar que los vómitos no se podían aguantar, como cagar, mear, o peor, ¿acaso el otro no lo sabía o era comemierda? Se sintió como un puñetazo y alguien que se quejó de por qué le daban. Finalmente el vomitante y el vomitado pudieron encentrarse y se escucharon sus manazos y frases repujadas mientras se sonaban con todo según se oía. Me pareció ver que una paloma inmensa cruzaba el vagón de parte a parte. Una paloma gris con serruchos en el pico.
Al negro se le había visto en actitud variable entre lo patidifusa y lo agresiva durante las últimas paradas a puerta abierta. Quizás el negro sólo llevaba el nerviosismo de quien está a una raya de perder el control y no era tan valiente de cepa. Mas protestó por las paradas tan largas en las márgenes de los pueblos mayores. No vería el negro la mayor de todas, en las primicias de la ciudad de Camagüey, en el atardecer. Protestó porque a ese paso tardaríamos más de diez veces lo que debía tardarse un tren hasta el Camagüey. Estaría loco ese negro pues su protesta se parecía a la del pasajero que hubiese pagado un boleto. El par de soldados lo miró sin hablar como se mira a un negro desquiciado, movieron la cabeza y corrieron la puerta. Amaneciendo, cuando abrieron la puerta durante una parada, entregaron otra lata de sardinas. Yo había visto el amanecer por los huequitos de allá arriba. Con un ojo abierto. Alguien dijo menos mal que la cuchilla sirvió para algo bueno y unos minutos después Luis Arturo me pasó una lata de leche condensada invitándome a que me diera un trago. Quién, tan generoso –¿un religioso tal vez?–, hacía girar su lata de leche condensada, la cual nadie podría adivinar cómo la había conseguido –allá, tan lejos ya, de donde viviera. Cuando chupé me dije Dios mío qué bocas la habrán chupado antes. Se podía dar por seguro que al menos dos o tres de los homosexuales que habían hecho el sexo oral; es decir, chupado toletes. Se la pasé a Jorge el campesino sin advertirle esto; ¿para qué? Nunca había probado combinación de sabores tan horrible como el de la sardina y la leche condensada. Era titánico además comer lo que fuera dentro de la mierda almacenada. Se había hecho la táctica de ir a beber agua cuando el tren se detenía y abrían la puerta. Pero así fue peor: la diferencia entre imaginarse cómo estaría el agua y verla. A varios se les soltaron arcadas al mirarla. Extraño: ¿cómo sería posible que casi todos no hubiéramos concebido traer un jarro, cualquier vasija? Las latas ya vacías, pero repegadas de sardinas, ensalivadas, seguían metiéndose en la tanqueta con tramos de mano y todo. Esta vez fueron abiertas con abrelatas o cuchilla. Cuando en una parada me asomé vi que el tren en verdad era largo, larguísimo.
El sol estaba rabioso y el calor sacaba los chorros de sudor desde el mismo hígado. Sería ya mediodía cuando el negro se encabronó por completo. Era un junio radiante y caliente como de récord. Vociferó el negro que ya no había quien soportara la peste a mierda y a vómitos y a sardina y a varios etcéteras. Esta parada no fue tan larga, pero desde que descorrieron la puerta ya el negro se mostró ido de sí. Estaba sin camisa y era un negro tetón y medio regordete y sus ojos emitían farolazos. El par de soldados dijeron negro estate quieto, por tu madre. Yo vi en la mirada del negro que no tenía regreso; no se sabía ese proverbio chino que dice «si en un instante de ira eres paciente, te evitarás cien días de congoja». Y quizás si se lo hubiese sabido igual hubiera estallado, pues su mirada indicaba que había enrumbado por el camino que lleva a los seres más allá de sí mismos; matado o matador les da igual. Aunque ateo, oré intensamente por espacio quizás de veinte segundos, porque el negro se controlara. El negro siguió espetando pingas y cojones y braceando en el aire como si fuera un caudillo. El par de soldados pusieron los fusiles en posición de avance y lo convocaron al orden. Varios de los lacras más cercanos a él le dijeron frases que abogaban por el pacifismo. Uno que era menester arrostrar en la vida todos los sacrificios en pos del perdón final. Pero ya era un negro que no escuchaba. Había retrocedido hasta antes del Homo sapiens, o del Negro sapiens. Pareció un resorte. Voló desde su lugar en el vagón y partió cual mingo de billar en dirección a dos bolas que se hallasen juntas, el par de soldados. Pero éstos se separaron y el negro se estrelló en solitario contra el suelo pedregoso. Cayó de pecho y cabeza. La impresión de un bulto de cristal que se estrella contra un muro. La cara rota y un brazo encogido como si le sobrara, el negro miró hacia acá llorando y estuve seguro de que no lloraba por tanto dolor en el cuerpo, sino porque le dolía la vida.