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José Ángel Buesa

El día 2 de este mes que ya acaba se cumplieron ciento diez años del nacimiento de José Ángel Buesa. Nació en un pueblo cubano llamado Cruces y quizás fue el poeta más popular y publicado de la isla, hasta que se fue al exilio. A partir de entonces, por “desertar”, la dictadura castrista le aplicó, durante años, como a muchos más, el castigo del silencio absoluto.

Uno de sus libros, Oasis, había conocido hasta entonces veintitantas ediciones. Buesa también tuvo éxito en la radio como libretista de series de aventuras. La más famosa fue Rafles, el ladrón de las manos de seda, que se trasmitía, si no recuerdo mal, a las 8 ó 9 de la noche por CMQ Radio.

Conocí a Buesa cuando yo empezaba a escribir, allá por los 50. Me deslumbraron su dominio del francés y su pasmoso conocimiento de la poesía escrita en ese idioma. Y de la escrita en inglés. Su erudición poética era asombrosa. Me publicó unos versos, acompañados de un comentario suyo, en una revista de poesía cuyo nombre ahora se me escapa, que hacía con el poeta chileno Alberto Baeza Flores, entonces afincado en Cuba.

Un domingo por la mañana, en aquellos días, mi madre entró en mi habitación y me dijo que en la sala estaba un señor llamado José Ángel Buesa, que quería verme. Pensé que iría a insultarme por una crítica tan destemplada como pedante que yo le había propinado a su poética, días atrás, en un periódico. Mi sorpresa fue grande cuando, lejos de reprocharme nada, me dio un ejemplar dedicado de su libro Hyacinthus al tiempo que me decía que me llevaba ese libro para que yo viese que él no sólo escribía “poemas de amor para modistillas” –poemas que escribía, me confesó, por pura necesidad pecuniaria.

La última vez que nos vimos fue poco tiempo antes de que se marchara de Cuba. Una mañana lluviosa caminaba yo por una acera del barrio habanero de Miramar cuando se me acercó un auto cuyo conductor, deteniendo la marcha, me preguntó adónde me podía llevar. Era Buesa. Lo acompañaba su hija, una de las mujeres más bellas que he visto en mi vida. Sin duda, el mejor poema de Buesa. Totalmente libre de la insana influencia que fue para el poeta el neorromanticismo galante de Paul Géraldy.

Canción de viaje

Recuerdo un pueblo triste y una noche de frío
y las iluminadas ventanillas de un tren.
Y aquel tren que partía se llevaba algo mío,
ya no recuerdo cuándo, ya no recuerdo quién.

Pero sí que fue un viaje para toda la vida
y que el último gesto fue un gesto de desdén,
porque dejó olvidado su amor sin despedida
igual que una maleta tirada en el andén.

Y así, mi amor inútil, con su inútil reproche,
se acurrucó en su olvido, que fue inútil también.
Como esos pueblos tristes, donde llueve de noche,
como esos pueblos tristes, donde no para el tren.


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